miércoles, 1 de septiembre de 2010

LA CLAVE CASANOVA (Relato) - I (1)



LA CLAVE CASANOVA


Después del Código Da Vinci… después del Club Dante… después del Enigma Vivaldi, llega… ¡¡¡La clave Casanova!!! Una vez que se penetre en su tenebroso misterio, usted jamás volverá a ver el mundo con los mismos ojos. He aquí la conjura esotérica definitiva.


Nuestra historia comienza un brumoso y helado noviembre en la muy noble ciudad de Valladolid. Estamos en 1.949, en plena posguerra, en una España acosada por el hambre que se debate entre la miseria física e intelectual, que alcanza a casi todos los ciudadanos menos a unos pocos elegidos… como nuestro héroe.
En efecto, para Bernardo Minglanilla la guerra y sus consecuencias son algo que les pasa a los demás, como la vida en general. Tiene treinta y ocho años y se las ha arreglado para vivir muy cómodamente en la casa familiar, bien atendido por su complaciente madre y sus dos tías solteras, que le miman hasta la náusea. Su padre, en cambio, que es coronel en la reserva, apenas le habla, pues le considera un completo inútil. Bernardo tampoco se lo toma muy a pecho, ya que su padre también pasa olímpicamente de su madre y de esos dos viejos papagayos que viven a su costa. Por ello vive prácticamente enclaustrado en la parte superior del enorme piso, en una especie de desván donde se dedica a restaurar muebles antiguos y del que apenas baja salvo para comer y dormir. Y eso no siempre.
Total, que Bernardo es el rey de esa casa llena de elaborados visillos y tapetes en todas las superficies disponibles, que a su vez enmarcan la interminable legión de figuritas de porcelana que abarrotan los pesados muebles castellanos y de caoba. Su madre y sus tías le admiran y le consideran un sabio, pues estudia la carrera de Lenguas Muertas… desde hace casi veinte años. Se las apaña para ir aprobando una asignatura al año a trancas y a barrancas, y su escaso empeño por terminar la carrera y salir al mundo exterior pasa desapercibido entre las difíciles condiciones de la enseñanza universitaria de esa época (falta de instalaciones y de medios en general, profesores que desaparecen misteriosamente y de los que no se vuelve a saber…)
En el plano amoroso, sus necesidades están bien cubiertas: tiene una novia llamada Mari Puri, muchacha ella de buena familia, y llevan unos quince años de relaciones. Si bien en el trascurso de su noviazgo la niña llegó a estar bastante harta de lo mucho que se prolongaba esa situación de eterno cortejo (por llamar de algún modo a quedar los domingos después de misa y dar un paseo por la tarde) al final se dejó llevar por la inercia, lo mismo que su galán. Ni que decir tiene que sus relaciones discurren por los cauces de la más estricta decencia, pues no faltan ojos en el paseo, en el cine y en las cafeterías que están pendientes de los jóvenes y que tienen unas ideas muy definidas sobre lo que debe ser un noviazgo serio y formal. Claro que dichos ojos no alcanzan a penetrar los rojos cortinajes de los burdeles discretos y de buen tono a los que acude nuestro Bernardo en las escasas (¡uy, cuán escasas!) veces que el aguijón de la carne se hace notar.
Mas toda esa vida tan ordenada, que discurre por cauces sumamente lentos y previsibles, se va a ver trastocada de manera irremediable.
Y es que a Bernardo le queda una asignatura por aprobar para terminar toda la carrera: Criptografía, incluida en el plan de estudios sobre la absurda base de que era posible elaborar un código secreto para el ejército, como el Enigma de los alemanes, partiendo del cifrado de lenguas muertas, tal como se hizo desde el Renacimiento hasta principios del siglo XIX. Sin embargo, alguna cabeza pensante del Ministerio de Información se tragó el embolado que había preparado el rector de la universidad para que no suprimieran la carrera de Lenguas Muertas y ahora los licenciados con aptitudes pasaban a ser captados para trabajar en el (¡ejem!) Servicio de Inteligencia español. Pues bien, dicha asignatura era impartida desde hacía cuatro años por un misterioso personaje, un anciano profesor extranjero de rasgos austeros y perilla bien recortada, a juego con unos ojos que segaban todo lo que miraban. Nadie sabía de dónde había salido y lo único claro era que venía recomendado por peces muy gordos del Movimiento. Se llamaba Gunther Sachs, los estudiantes le llamaban Don Gundemaro y él no toleraba que en su presencia nadie se dirigiera a su persona de otra forma que no fuera “Herr Doktor”.
Pues bien, Don Gundemaro se había empeñado en catear a Bernardo y además sin razón aparente, pues su dominio de la criptografía caldea era unánimemente reconocido. Todos sus compañeros coincidían en que era un infeliz que no se enteraba de la misa a la media, pero no había cifrado que se le resistiera.
Una desapacible tarde de domingo en ese brumoso noviembre que mencionamos al principio, Bernardo recibe un telegrama urgente cuando está tomando el chocolate con su novia, su madre y sus tías en el salón de su casa, en medio de un silencio sólo roto por el continuo frotar de la lija sobre la madera, pues su padre está como siempre en el desván, lijando una mesa antigua especialmente rebelde. El telegrama es del Doktor en persona, solicitándole que se presente sin demora en su domicilio.
Pese a las protestas de las señoras, Bernardo sabe que no tiene más remedio que acudir, a ver si por fin le cae en gracia al granítico profesor y le aprueba esa última asignatura. Su deseo de acabar la carrera no viene motivado por ningún cambio en su perezosa actitud vital, sino por la discusión que ha tenido con su padre, o mejor dicho, que su padre ha tenido con él. El temido ultimátum ha caído como un rayo sobre su cabeza; o termina la carrera o termina en la calle. Ése y no otro era el motivo del sepulcral silencio que reinaba en el salón al llegar el telegrama.
Así pues, haciendo un esfuerzo sobrehumano por romper con su adorada rutina, se envuelve en su abrigo de fieltro, entre lacrimosas recomendaciones por parte de su madre para que se abrigue bien con la bufanda y sale a la calle como quien va destinado al frente del Ebro.
Casi una hora después llega al domicilio del profesor, una deteriorada, pero aún elegante mansión de estilo modernista que en su tiempo fue requisada a una adinerada familia de sospechosas simpatías políticas (hacia el bando de los alzados, en este caso) y que ahora le ha sido cedida como residencia por los poderes fácticos que le apadrinan. Una vez allí, es recibido por el Doktor en su atestada biblioteca y éste le propone un curioso trato: debe ir a Toledo, a casa de su estimado colega, el padre Juan de Dios, un jesuita navarro especializado en historia de la criptografía. El padre guarda un libro, un ejemplar sumamente valioso que le entregará en cuanto se encuentre con él en la Casa que la Orden tiene en Toledo. Si cumple este sencillo encargo con éxito, puede dar la asignatura por aprobada.
Horrorizado ante la idea de abandonar su querida ciudad natal, algo que no ha hecho desde que hizo una excursión a Fuensaldaña con los padres agustinos, en su época de escolar el pobre Bernardo no puede hacer otra cosa que acceder, asegurándole al Doctor que se pondrá en camino cualquier día de la semana siguiente. Esbozando una gélida sonrisa, el profesor le aclara secamente que ha de partir en ese mismo instante, pues dentro de unos minutos habrá un taxi en la puerta que le llevará a la estación de trenes, donde cogerá el tren correo que saldrá para Madrid a las 10 en punto. Bernardo está a punto de protestar, escandalizado por una premura que no forma parte de sus costumbres ni de su forma de ser, cuando es silenciado por la bocina de un coche, que pita insistentemente. Al asomarse a la ventana de la biblioteca comprueba, sorprendido, que es el mencionado taxi.
Un inquietante presentimiento embarga entonces el apoltronado espíritu de Bernardo, pues intuye vagamente la actuación de unas fuerzas ajenas a su control que le están empujando fuera de su bien ordenado mundo hacia quién sabe qué espantosa tempestad. Sin embargo, la racionalidad cotidiana, la autoridad que emana de la figura del profesor y la amenaza de la definitiva patada paterna acaban por imponerse y nuestro hombre vuelve a enfundarse en su abrigo, su bufanda y su paraguas para ir al encuentro del taxi… y de su aciago destino.

1 comentario:

Conchi dijo...

En apenas unos párrafos, qué bien retratas la España provinciana de postguerra.