Aun así, cuando Rosa y él, sucios y exhaustos, salen al gélido aire de Burgos, Bernardo se dirige, con aire decidido, de vuelta al barrio de la judería. Recorre las calles, hace alguna pregunta, hasta que encuentra lo que busca.
El local es una tienda de antigüedades que no parece llevar mucho tiempo abierta. En las paredes, retratos del Generalísimo, escudos con el águila y las flechas… y, en una estantería, medallas al mérito, aunque no militar. Son más bien por servicios prestados en forma de abastecimiento al ejército y cosas así.
No llevan mucho tiempo dentro cuando alguien sale para atenderles. Se trata de una señora ya mayor, delgada, de porte austero. Viste de negro riguroso, aliviado con un collar de perlas sencillo, pero indudablemente valioso. Les mira con cierto desdén, ya que ellos no presentan un buen aspecto, pero les saluda educadamente y les pregunta qué desean.
Bernardo no responde durante unos segundos, sino que pasea su mirada por la tienda. Luego, se dirige con suavidad a la señora y le felicita por su bien abastecido negocio. De hecho, la colección de muebles de tipo mudéjar es excelente. La mujer, halagada, reconoce que ella y su marido, que tiene muy buenas relaciones con el Generalísimo, han tenido mucha suerte. Han logrado reunir gran parte de las pertenencias de las gentes necesitadas que vivían en la judería, y han logrado rescatar algunos objetos sagrados que, de otra manera, se hubieran perdido. Interrogándola más a fondo, pero con disimulo, averiguan que han vendido varias obras y objetos a clientes de Madrid, Barcelona, Valladolid… No, no llevan ningún registro de las ventas, por supuesto. Sin duda, el señor comprenderá que en ese negocio la discreción es un requisito fundamental.
- Perdone, joven, - dice de pronto, mirándole fijamente – pero usted me es familiar. ¿Ha estado antes aquí?
Bernardo se sorprende por la pregunta, pero se apresura a negarlo y tras unas cuantas preguntas sobre alguno de los objetos expuestos, salen de nuevo a la calle. El pobre está algo abatido, pues tenía la corazonada de que la Mesa hubiera podido estar en la tienda de antigüedades, obviamente abastecida con los restos del saqueo de la judería. Sin embargo, Rosa se apresura a consolarle. Han conseguido el mayor de los tesoros: su vida y un amor para compartirla.
De regreso a Valladolid, Bernardo lleva a Rosa para presentársela a su madre y a sus tías, quienes pasan del alborozo por verle sano y salvo tras tantos días sin noticias suyas, a una leve consternación al enterarse del inesperado romance de su pipiolín. Sin embargo, ven que las alusiones más o menos veladas sobre el disgusto que se llevará Mari Puri (una chica tan decente, tan de buena familia, que ha esperado tanto…) no hacen la menor mella en el ánimo del chico, que ha vuelto tan cambiado después de trotar por esos mundos haciendo sabe Dios qué. Al final, con un suspiro, se dan por vencidas e indican a la reciente pareja que se sienten a comer.
Para asombro de Bernardo, su padre ya está sentado a la mesa. Dado que la mayor parte de los días come en el desván donde se pasa el día arreglando sus muebles viejos, se pregunta si hoy es una ocasión especial. Ni por un momento se le ocurre pensar que su padre se ha reunido con ellos para celebrar la vuelta a casa del hijo extraviado. Las siguientes palabras de su madre parecen confirmar su impresión.
- ¿Sabes, hijo, que hoy estrenamos mesa de comedor? Tu padre por fin terminó de lijar y tratar la que compró hace poco en Burgos y ha insistido en que la pongamos. Mira que le llevó tiempo, ¿eh? No me extraña, porque es de una madera durísima. ¿Cómo decías que se llamaba esa madera, Adolfo?
El viejo coronel, sosteniendo la mirada de su hijo, que de repente se ha puesto muy pálido, le pide a su mujer que quite el mantel un momento, para que Bernardo pueda admirar la calidad de la pieza. Después de refunfuñar un poco, viendo que su marido no la hace caso, como de costumbre, retiran la vajilla y levantan el mantel.
De repente, las últimas piezas dispersas del puzle encajan con un sordo chasquido en la mente de Bernardo. Comprende ahora que el “Doktor” no se estaba refiriendo a la tradición militar cuando hablaba de las habilidades de su familia. Igualmente, cae en la cuenta de por qué la señora de la tienda de antigüedades burgalesa creyó reconocer algo familiar en él. Y hablando de algo familiar, ¿no había encontrado extrañamente conocidos los andares y la forma de moverse del segundo viejo que atacó a los soldados en la antigua sinagoga de Burgos? Claro que, en medio de la situación en la que estaba, no se paró a pensarlo mucho. Lentamente, se inclina para observar de cerca la superficie del mueble. Sus sensitivas yemas exploran la pulida madera con el mismo cuidado y delicadeza que ha empleado en los últimos días para recorrer la piel de Rosa. Aunque ya están prácticamente borrados por la acción abrasiva de lija y arena, va reconociendo poco a poco las letras y los símbolos hebreos, colocados en una extraña disposición. Llevado por la costumbre, pronuncia mentalmente los signos que sus dedos van siguiendo y siente que una poderosa corriente recorre su columna vertebral. Prosigue su exploración, y se da cuenta de que los signos están por todas partes: en las patas y en el reverso y el grueso canto de la tabla. Sí, están ahí, pero el daño hecho hace que probablemente sea imposible reconstruir en su totalidad la estructura simbólica de la Mesa: un simple signo de puntuación, un leve acento que se haya borrado implican que quien la use corra un peligro tremendo.
Bernardo intercambia una larga mirada con Rosa, que también ha empalidecido, pero que no tarda en sonreír y menear la cabeza. Cuando vuelve a mirar a su padre, ve en sus ojos un destello de algo que, tras casi veinte años, casi había olvidado. De hecho, la última vez que lo había visto fue cuando le dijo a su padre que quería estudiar lenguas muertas, como él en su juventud, antes de abandonar el seminario para hacer la carrera militar y casarse.
- Por cierto – le dice su padre, mientras la madre y las tías se afanan en medio de cloqueos para cubrir de nuevo la mesa y volver a poner el servicio para la comida – hace unos días me ausenté para resolver unos asuntos y tengo noticias para ti. Parece que el Decano ha entrado en razón. Tienes la carrera terminada. Y como veo que vas a necesitar con qué mantenerte – lanza una mirada burlona pero cariñosa a la chica – he hablado con unos amigos míos en ciertos organismos y no tienen inconveniente en contratarte. Aquí tienes el sobre con las instrucciones para presentarte.
Su hijo asiente, distraído, y apenas mira el sobre, que lleva el membrete del Servicio de Inteligencia, antes de guardárselo en el bolsillo del pantalón. Sabe de sobra que no trabajará para ellos. En todo caso, no para el Servicio “Oficial” de Inteligencia, sino para una división mucho más secreta, más… oculta.
- Después de todo, – murmura su padre, tomando asiento con un suspiro – resulta que sí ha llegado el momento de que los jóvenes nos releven.
Bernardo y Rosa se miran y entrelazan sus manos sobre la mesa. Es posible que el poder por el que las naciones y los hombres estarían dispuestos a desgarrarse entre sí haya desaparecido sin remedio, pero Bernardo decide que, entre los conocimientos secretos a los que ha tenido acceso en la última época de su vida, se queda con el que estaba contenido en el libro de Casanova.
FIN
El local es una tienda de antigüedades que no parece llevar mucho tiempo abierta. En las paredes, retratos del Generalísimo, escudos con el águila y las flechas… y, en una estantería, medallas al mérito, aunque no militar. Son más bien por servicios prestados en forma de abastecimiento al ejército y cosas así.
No llevan mucho tiempo dentro cuando alguien sale para atenderles. Se trata de una señora ya mayor, delgada, de porte austero. Viste de negro riguroso, aliviado con un collar de perlas sencillo, pero indudablemente valioso. Les mira con cierto desdén, ya que ellos no presentan un buen aspecto, pero les saluda educadamente y les pregunta qué desean.
Bernardo no responde durante unos segundos, sino que pasea su mirada por la tienda. Luego, se dirige con suavidad a la señora y le felicita por su bien abastecido negocio. De hecho, la colección de muebles de tipo mudéjar es excelente. La mujer, halagada, reconoce que ella y su marido, que tiene muy buenas relaciones con el Generalísimo, han tenido mucha suerte. Han logrado reunir gran parte de las pertenencias de las gentes necesitadas que vivían en la judería, y han logrado rescatar algunos objetos sagrados que, de otra manera, se hubieran perdido. Interrogándola más a fondo, pero con disimulo, averiguan que han vendido varias obras y objetos a clientes de Madrid, Barcelona, Valladolid… No, no llevan ningún registro de las ventas, por supuesto. Sin duda, el señor comprenderá que en ese negocio la discreción es un requisito fundamental.
- Perdone, joven, - dice de pronto, mirándole fijamente – pero usted me es familiar. ¿Ha estado antes aquí?
Bernardo se sorprende por la pregunta, pero se apresura a negarlo y tras unas cuantas preguntas sobre alguno de los objetos expuestos, salen de nuevo a la calle. El pobre está algo abatido, pues tenía la corazonada de que la Mesa hubiera podido estar en la tienda de antigüedades, obviamente abastecida con los restos del saqueo de la judería. Sin embargo, Rosa se apresura a consolarle. Han conseguido el mayor de los tesoros: su vida y un amor para compartirla.
De regreso a Valladolid, Bernardo lleva a Rosa para presentársela a su madre y a sus tías, quienes pasan del alborozo por verle sano y salvo tras tantos días sin noticias suyas, a una leve consternación al enterarse del inesperado romance de su pipiolín. Sin embargo, ven que las alusiones más o menos veladas sobre el disgusto que se llevará Mari Puri (una chica tan decente, tan de buena familia, que ha esperado tanto…) no hacen la menor mella en el ánimo del chico, que ha vuelto tan cambiado después de trotar por esos mundos haciendo sabe Dios qué. Al final, con un suspiro, se dan por vencidas e indican a la reciente pareja que se sienten a comer.
Para asombro de Bernardo, su padre ya está sentado a la mesa. Dado que la mayor parte de los días come en el desván donde se pasa el día arreglando sus muebles viejos, se pregunta si hoy es una ocasión especial. Ni por un momento se le ocurre pensar que su padre se ha reunido con ellos para celebrar la vuelta a casa del hijo extraviado. Las siguientes palabras de su madre parecen confirmar su impresión.
- ¿Sabes, hijo, que hoy estrenamos mesa de comedor? Tu padre por fin terminó de lijar y tratar la que compró hace poco en Burgos y ha insistido en que la pongamos. Mira que le llevó tiempo, ¿eh? No me extraña, porque es de una madera durísima. ¿Cómo decías que se llamaba esa madera, Adolfo?
El viejo coronel, sosteniendo la mirada de su hijo, que de repente se ha puesto muy pálido, le pide a su mujer que quite el mantel un momento, para que Bernardo pueda admirar la calidad de la pieza. Después de refunfuñar un poco, viendo que su marido no la hace caso, como de costumbre, retiran la vajilla y levantan el mantel.
De repente, las últimas piezas dispersas del puzle encajan con un sordo chasquido en la mente de Bernardo. Comprende ahora que el “Doktor” no se estaba refiriendo a la tradición militar cuando hablaba de las habilidades de su familia. Igualmente, cae en la cuenta de por qué la señora de la tienda de antigüedades burgalesa creyó reconocer algo familiar en él. Y hablando de algo familiar, ¿no había encontrado extrañamente conocidos los andares y la forma de moverse del segundo viejo que atacó a los soldados en la antigua sinagoga de Burgos? Claro que, en medio de la situación en la que estaba, no se paró a pensarlo mucho. Lentamente, se inclina para observar de cerca la superficie del mueble. Sus sensitivas yemas exploran la pulida madera con el mismo cuidado y delicadeza que ha empleado en los últimos días para recorrer la piel de Rosa. Aunque ya están prácticamente borrados por la acción abrasiva de lija y arena, va reconociendo poco a poco las letras y los símbolos hebreos, colocados en una extraña disposición. Llevado por la costumbre, pronuncia mentalmente los signos que sus dedos van siguiendo y siente que una poderosa corriente recorre su columna vertebral. Prosigue su exploración, y se da cuenta de que los signos están por todas partes: en las patas y en el reverso y el grueso canto de la tabla. Sí, están ahí, pero el daño hecho hace que probablemente sea imposible reconstruir en su totalidad la estructura simbólica de la Mesa: un simple signo de puntuación, un leve acento que se haya borrado implican que quien la use corra un peligro tremendo.
Bernardo intercambia una larga mirada con Rosa, que también ha empalidecido, pero que no tarda en sonreír y menear la cabeza. Cuando vuelve a mirar a su padre, ve en sus ojos un destello de algo que, tras casi veinte años, casi había olvidado. De hecho, la última vez que lo había visto fue cuando le dijo a su padre que quería estudiar lenguas muertas, como él en su juventud, antes de abandonar el seminario para hacer la carrera militar y casarse.
- Por cierto – le dice su padre, mientras la madre y las tías se afanan en medio de cloqueos para cubrir de nuevo la mesa y volver a poner el servicio para la comida – hace unos días me ausenté para resolver unos asuntos y tengo noticias para ti. Parece que el Decano ha entrado en razón. Tienes la carrera terminada. Y como veo que vas a necesitar con qué mantenerte – lanza una mirada burlona pero cariñosa a la chica – he hablado con unos amigos míos en ciertos organismos y no tienen inconveniente en contratarte. Aquí tienes el sobre con las instrucciones para presentarte.
Su hijo asiente, distraído, y apenas mira el sobre, que lleva el membrete del Servicio de Inteligencia, antes de guardárselo en el bolsillo del pantalón. Sabe de sobra que no trabajará para ellos. En todo caso, no para el Servicio “Oficial” de Inteligencia, sino para una división mucho más secreta, más… oculta.
- Después de todo, – murmura su padre, tomando asiento con un suspiro – resulta que sí ha llegado el momento de que los jóvenes nos releven.
Bernardo y Rosa se miran y entrelazan sus manos sobre la mesa. Es posible que el poder por el que las naciones y los hombres estarían dispuestos a desgarrarse entre sí haya desaparecido sin remedio, pero Bernardo decide que, entre los conocimientos secretos a los que ha tenido acceso en la última época de su vida, se queda con el que estaba contenido en el libro de Casanova.
FIN
1 comentario:
Olvidaos de “Scary Movie”, “Epic Movie” y parodias similares. Envíale la historia a Santiago Segura y verás cómo te monta una “Esoteric Movie” que arrasa en taquilla.
Muchas gracias por compartir tu relato con nosotros, Carolina.
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