miércoles, 1 de septiembre de 2010

LA CLAVE CASANOVA (Relato) - I (2)



Una vez dentro del desvencijado vehículo intenta calmar sus temores y exteriorizar parte de su fastidio entablando una charla con el taxista, pero éste, al contrario que la mayoría de los de su gremio, no manifiesta la menor locuacidad. Parece un autómata ciego, sordo y mudo a todo lo que no sea llevar el coche a la estación. Pese a su frustración y despecho, Bernardo no puede evitar la impresión de que hay algo en él que le resulta incómodamente familiar. Tan solo cuando está ya en la entrada de la estación, se da cuenta de lo que era: un inconfundible aire militar.
Cuando estaba haciéndose a la idea de pasar dos horas muerto de frío en el hermoso, pero mal caldeado edificio de estilo neomudéjar, oye el pitido de aviso del tren correo, que está a punto de salir. Al comprobar su reloj y ver con estupefacción que son sólo las nueve menos cuarto, se acerca al jefe de estación para protestar y éste le mira como si fuera lerdo.
- Estamos en España, señor mío. Los trenes salen cuando quiere el Caudillo o el jefe de estación, o sea, yo, que para el caso aquí es lo mismo. Si quiere coger ese tren, deje de quejarse y corra como un hombre. Ya le cobrará el revisor.
El segundo pitido es el mejor argumento para que Bernardo se apresure a seguir el consejo del despótico jefe de estación y consigue cogerlo por los pelos. Una vez dentro, recorre los vagones ocupados por gentes de aspecto consumido, peones y mujeres del servicio doméstico que van a quemar el último cartucho de sus oportunidades buscando trabajo en la gran capital; en otros, presos políticos custodiados por soldados van destinados a la construcción o reparación de puentes y carreteras. Bernardo siente una fugaz sorpresa al notar la poca diferencia entre los unos y los otros, pero deja de lado toda cábala para buscar un asiento cómodo y más o menos decente. Al fin, llega a los vagones de “primera clase”, donde hay butacas raídas, pero con respaldo, más duras que adoquines y un señor muy simpático y bien vestido le invita a sentarse con él. El contraste con el hermetismo del taxista no puede ser mayor, y Bernardo no duda en entablar conversación y charlar por los codos, entre otros temas, del motivo de su viaje. Casualmente, Toledo es también el destino del simpático señor y le ofrece su compañía y asesoramiento para llegar sano y salvo. Bernardo acepta encantado y aliviado y ambos traban amistad a lo largo de la interminable noche llena del traqueteo del tren.
Durante el viaje llegan a establecer tal confianza e intimidad, que el señor ofrece a Bernardo ir juntos a un discreto y bien montado burdel que suele frecuentar en sus viajes a la ciudad imperial. Nuestro héroe se hace un poco de rogar, pero al final acepta, pensando que una pequeña distracción no influirá en el desempeño de su misión.
Tras un breve (extremadamente breve) solaz en la casa de mala nota, Bernardo se dirige a su destino. Mientras recorre las calles estrechas y escasamente iluminadas de Toledo, tiene la impresión de que le siguen, pues sus pasos despiertan sospechosos ecos en la ciudad dormida, pero descarta tales pensamientos atribuyéndolos a sus nervios, alterados por lo intempestivo de la hora y, sobre todo, por haber sido arrancado de su amable y confortable rutina.
Llega por fin al antiguo edificio que es ahora la sede de la Orden Jesuita en Toledo. Consigue convencer al malhumorado portero de que el hermano Juan de Dios le está esperando y es conducido a la biblioteca, lugar donde el susodicho hermano pasa la mayor parte de sus noches. Al entrar en ella, Bernardo es asaltado por una dantesca visión: la biblioteca está patas arriba y el pobre Juan de Dios yace muerto en un charco de sangre, como suele pasar en estos casos. Anonadado, Bernardo avanza hacia él y luego camina en círculo en torno al cadáver, sin saber qué hacer. Como el infortunado hermano parece ya fuera de toda posibilidad de ayuda, al final suspira y se encoge de hombros. Lo importante ahora es coger el libro que Don Gundemaro le encargó, llevárselo y conseguir el aprobado de su asignatura.
Afortunadamente, el “Doktor” le dio instrucciones muy precisas de cómo era el libro y en qué parte de la biblioteca se encontraba. Lo curioso es que, para ser un libro aparentemente banal, está camuflado entre la colección de misales. Bernardo lo coge y lo examina, lleno de nervios y lanzando miradas a diestro y siniestro. Está oyendo ruidos en el edificio y, ahora que se le está pasando la conmoción, cae en la cuenta de que la herida del hermano Juan de Dios parece hecha por un arma de fuego y que cabe la posibilidad de que quienes le dispararon estén todavía en el edificio. Por lo tanto, una vez que se asegura de que es ése y no otro el libro que tiene que coger, se lo mete en el bolsillo de su abrigo. Al hacerlo, se da cuenta de que en el otro bolsillo hay un bulto que hubiera jurado no estaba cuando él salió de su casa. Mete la mano y saca un pequeño revólver. De repente, el horror de la situación que ha visto y que está viviendo golpea su ofuscado cerebro y lanza un grito más bien agudo.
Como el hermano que hace la vigilancia nocturna de los pasillos del edificio no anda lejos de allí, no tarda en llegar apresuradamente a la biblioteca, donde ve a Bernardo, pistola en mano y a punto de salir, y al hermano Juan de Dios extremadamente difunto y víctima de un ataque. Las conclusiones que saca son las obvias, máxime cuando Bernardo, gesticulando horrorizado, parece apuntarle con el revólver. Ahora es el hermano vigilante quien grita y echa a correr por los pasillos, seguido de Bernardo, quien quiere encontrar la salida, pero como está ciego de pánico ya no se acuerda. Se arma un buen follón, con los padres y hermanos jesuitas saliendo de sus austeras habitaciones a los pasillos para encontrarse con un loco que no hace más que apuntar con un arma hacia todas partes y gritar algo acerca de un libro y de que él no ha sido. Antes de que los padres más aguerridos, aquéllos que han estado en África y en Japón y que han visto de todo, se repongan de la sorpresa y decidan saltar sobre el intruso, Bernardo topa con una ventana que da a un tejado plano y sale por allí.

1 comentario:

Conchi dijo...

Genial la pincelada del jefe de estación y la doble moral de los hombres de la época concurriendo a los burdeles.