De alguna forma, tras todo lo que ha pasado, Bernardo ya no se sorprende cuando esa persona llega. Hace tiempo que presiente oscuramente quién estaba detrás de muchas de las cosas que han sucedido. Es, por supuesto, el “Doktor”. Don Gundemaro. Gunther Sanchs. Pero, claro, ése no es su verdadero nombre. Ninguno de los que lograron escapar al cerco de los Aliados, le confiesa “Gunther” a un silencioso Bernardo con la indiferencia de quien sabe que está hablando con un futuro cadáver, han podido conservar su verdadero nombre.
Con un tono no exento de amabilidad, el profesor felicita a Bernardo por su excelente trabajo. Tenía la corazonada, le explica, de que bajo su anodina apariencia se ocultaba un carácter capaz de resolver las situaciones más apuradas. Con una media sonrisa burlona, añade que era lógico pensar que había heredado alguna de las habilidades e intereses de su familia. Además, ha contado en todo momento con la discreta protección de los hombres del general Espinosa y los de su propia organización, infiltrados entre quienes habían estado persiguiéndoles, lo cuál, por supuesto, no empaña la portentosa hazaña de haberse mantenido con vida para descifrar lo que sólo alguien con tanto saber acumulado podría llevar a cabo.
Cuando Bernardo le replica suavemente que no se explica por qué le encomendó esa tarea a él, cuando, siendo profesor, el propio “Doktor” podría haberlo hecho, él se ríe. Claro que tenía conocimientos de lenguas muertas, pero algo más bien superficial. Suficiente, sin embargo, para poder hacerse pasar por erudito aquí, en España, y para ser considerado un sabio en la organización a la que en un tiempo perteneció y que, con la inestimable ayuda de aquello que iban a encontrar, pronto renacería de sus cenizas.
La Última Thule. El corazón y la mente del régimen nazi. Había que ponerla en pie de nuevo, pues tenían ante sí la inmensa, pero gratificante tarea de ir preparando el advenimiento del Cuarto Reich. (Es que los nazis y el esoterismo combinan de narices) Y por último, el “Doktor” les explica qué es lo que están buscando exactamente y por qué.
Una hora más tarde, llegan a Burgos. La dirección que han de buscar les lleva a la parte vieja de la ciudad, pero no al centro histórico medieval, sino a un lado de éste. Van, pues, a la vieja judería, quemada por las tropas de Franco cuando tomaron la ciudad. Pero tanto el general como el doctor saben ya que no hay problema: el edificio que buscan fue respetado en el saqueo de las tropas franquistas.
Es una antigua sinagoga que en el siglo XVI, tras la expulsión de los judíos, fue reconvertida en iglesia cristiana. Fuerzan las puertas y entran en el edificio en ruinas. Tras consultar las coordenadas, avanzan por el ábside, cruzan una pequeña capilla lateral y entran en la sacristía.
Está vacía. No hay nada, absolutamente nada. Incrédulos, rabiosos, el “Doktor” y su discípulo espiritual, el general Espinosa, recorren la habitación negándose a rendirse ante la evidencia. Tantean las paredes, golpean el suelo, por su hubiera algún compartimento tapiado y cubierto que pudiera ocultar el tesoro.
Sencillamente, ha desaparecido. Tras casi mil años de permanecer allí, oculta y a salvo tras ser rescatada por los templarios en Tierra Santa, el objeto de poder cuya correcta manipulación daba a su poseedor el manejo de las corrientes cósmicas que configuraban el destino de los hombres, el tejido mismo del devenir, lo que durante varios años buscaron y encontraron los primeros templarios cavando en el Templo de Jerusalem, estaba perdido de nuevo.
La Mesa de Salomón. La Tabla de Dios, elaborada con preciosa madera de cedro que después de tres mil años debía de ser ya dura como el mármol más resistente.
Desesperados, ambos, maestro y discípulo, se vuelven hacia quien les ha traído hasta aquí. Tal vez hay un error, tal vez ha interpretado mal los textos a propósito. O tal vez no hay error y lo único que deben hacer es averiguar qué ha pasado aquí en los últimos años. Quizá aún se le pueda seguir el rastro. En todo caso, la chica y él deben desaparecer.
Pero Rosa y Bernardo ya no están en la sacristía. Han aprovechado la distracción de sus enemigos para hacer mutis, algo en lo que son ya expertos. Sin embargo, se supone que no irán muy lejos. Afuera hay por lo menos cuatro soldados de paisano vigilando. Desesperados, ambos toman una escalerilla de caracol, de construcción posterior a la sinagoga, y suben hacia el campanario. Tal vez puedan saltar hacia algún tejado cercano. O si no, el final de la escalera es una buena posición defensiva contra quien suba a por ellos.
Sin embargo, cuando están en el campanario, contemplan una escena increíble. Una pareja de viejecitos se aproximan a los soldados y, de repente y sin mediar palabra, les acribillan con un par de ametralladoras. Por otra parte, cuando el general Espinosa está subiendo por la escalera de caracol, pistola en mano, Bernardo le ordena a Rosa que se tape los oídos y hace sonar la campana. Las vibraciones desconciertan por un segundo al general, pero eso es todo cuando Rosa necesita para, desde arriba y hacia un lado, fuera del campo visual del militar, darle una fuerte patada en la cabeza que le envía rodando escalera abajo, donde muere.
El “Doktor”, por otra parte, ha oído los disparos de ametralladora y, confiando en que el general dé buena cuenta de Rosa y Bernardo, sale a conjurar el nuevo peligro. Se produce un tiroteo y uno de los viejos es alcanzado, no sin que antes mate al “Doktor”. El otro desaparece sin dejar rastro, sobre todo cuando viene la policía a ver qué es todo ese jaleo.
Bernardo y Rosa son detenidos y llevados a la Comisaría. Cuando pasan junto al anciano de la metralleta, ambos ven, consternados, que se trata del encargado de la Biblioteca Pública de Toledo. Éste, mortalmente herido, les sonríe antes de morir.
- Tantos que la han buscado y ninguno la merecía. Debíamos protegerla – dice, antes de expirar.
Una vez en el calabozo, los dos se miran a través de las rejas que les separan y saben, sin necesidad de decir palabra, que nadie creerá lo que cuenten, sobre todo si cuentan la verdad. Como no hay mentira que pueda explicar todos los líos en los que han estado envueltos, optan por callarse. Saben, instintivamente, que lo mejor es que nadie sospeche siquiera qué era lo que estaba en juego. Ya han visto lo que los Estados y las sociedades secretas son capaces de hacer por el poder o por preservar su visión del mundo, así que ahora ellos deben proteger ese secreto.
Por lo demás, saben que poseen un secreto igualmente poderoso, aunque de naturaleza muy distinta: el poder de la piel contra la piel, de los suspiros que pasan de una boca a la otra, del éxtasis que nace de la carne y que, a veces, con algunas personas, la trasciende. Pero tal vez haya que sacrificar también eso.
No será necesario, sin embargo. A la mañana siguiente, viene a verles un señor, un funcionario aparentemente anodino que les informa de que todos los cargos han sido retirados y que lo mejor es que se vayan y olviden todo ese asunto. Bernardo le mira a los ojos y traspasa la máscara de insignificancia que ha construido cuidadosamente. No es en absoluto lo que aparenta ser. Tras él, Bernardo, familiarizado ya con las oscuras corrientes que atraviesan lo cotidiano, intuye un poder muy superior. Un poder con influencias dentro del aparato del Estado y que, de momento, está de su parte. O más bien él, Bernardo, de la suya, aunque inconscientemente. Les ha prestado un valioso servicio y se lo están pagando. Pero ha de tener cuidado.
Con un tono no exento de amabilidad, el profesor felicita a Bernardo por su excelente trabajo. Tenía la corazonada, le explica, de que bajo su anodina apariencia se ocultaba un carácter capaz de resolver las situaciones más apuradas. Con una media sonrisa burlona, añade que era lógico pensar que había heredado alguna de las habilidades e intereses de su familia. Además, ha contado en todo momento con la discreta protección de los hombres del general Espinosa y los de su propia organización, infiltrados entre quienes habían estado persiguiéndoles, lo cuál, por supuesto, no empaña la portentosa hazaña de haberse mantenido con vida para descifrar lo que sólo alguien con tanto saber acumulado podría llevar a cabo.
Cuando Bernardo le replica suavemente que no se explica por qué le encomendó esa tarea a él, cuando, siendo profesor, el propio “Doktor” podría haberlo hecho, él se ríe. Claro que tenía conocimientos de lenguas muertas, pero algo más bien superficial. Suficiente, sin embargo, para poder hacerse pasar por erudito aquí, en España, y para ser considerado un sabio en la organización a la que en un tiempo perteneció y que, con la inestimable ayuda de aquello que iban a encontrar, pronto renacería de sus cenizas.
La Última Thule. El corazón y la mente del régimen nazi. Había que ponerla en pie de nuevo, pues tenían ante sí la inmensa, pero gratificante tarea de ir preparando el advenimiento del Cuarto Reich. (Es que los nazis y el esoterismo combinan de narices) Y por último, el “Doktor” les explica qué es lo que están buscando exactamente y por qué.
Una hora más tarde, llegan a Burgos. La dirección que han de buscar les lleva a la parte vieja de la ciudad, pero no al centro histórico medieval, sino a un lado de éste. Van, pues, a la vieja judería, quemada por las tropas de Franco cuando tomaron la ciudad. Pero tanto el general como el doctor saben ya que no hay problema: el edificio que buscan fue respetado en el saqueo de las tropas franquistas.
Es una antigua sinagoga que en el siglo XVI, tras la expulsión de los judíos, fue reconvertida en iglesia cristiana. Fuerzan las puertas y entran en el edificio en ruinas. Tras consultar las coordenadas, avanzan por el ábside, cruzan una pequeña capilla lateral y entran en la sacristía.
Está vacía. No hay nada, absolutamente nada. Incrédulos, rabiosos, el “Doktor” y su discípulo espiritual, el general Espinosa, recorren la habitación negándose a rendirse ante la evidencia. Tantean las paredes, golpean el suelo, por su hubiera algún compartimento tapiado y cubierto que pudiera ocultar el tesoro.
Sencillamente, ha desaparecido. Tras casi mil años de permanecer allí, oculta y a salvo tras ser rescatada por los templarios en Tierra Santa, el objeto de poder cuya correcta manipulación daba a su poseedor el manejo de las corrientes cósmicas que configuraban el destino de los hombres, el tejido mismo del devenir, lo que durante varios años buscaron y encontraron los primeros templarios cavando en el Templo de Jerusalem, estaba perdido de nuevo.
La Mesa de Salomón. La Tabla de Dios, elaborada con preciosa madera de cedro que después de tres mil años debía de ser ya dura como el mármol más resistente.
Desesperados, ambos, maestro y discípulo, se vuelven hacia quien les ha traído hasta aquí. Tal vez hay un error, tal vez ha interpretado mal los textos a propósito. O tal vez no hay error y lo único que deben hacer es averiguar qué ha pasado aquí en los últimos años. Quizá aún se le pueda seguir el rastro. En todo caso, la chica y él deben desaparecer.
Pero Rosa y Bernardo ya no están en la sacristía. Han aprovechado la distracción de sus enemigos para hacer mutis, algo en lo que son ya expertos. Sin embargo, se supone que no irán muy lejos. Afuera hay por lo menos cuatro soldados de paisano vigilando. Desesperados, ambos toman una escalerilla de caracol, de construcción posterior a la sinagoga, y suben hacia el campanario. Tal vez puedan saltar hacia algún tejado cercano. O si no, el final de la escalera es una buena posición defensiva contra quien suba a por ellos.
Sin embargo, cuando están en el campanario, contemplan una escena increíble. Una pareja de viejecitos se aproximan a los soldados y, de repente y sin mediar palabra, les acribillan con un par de ametralladoras. Por otra parte, cuando el general Espinosa está subiendo por la escalera de caracol, pistola en mano, Bernardo le ordena a Rosa que se tape los oídos y hace sonar la campana. Las vibraciones desconciertan por un segundo al general, pero eso es todo cuando Rosa necesita para, desde arriba y hacia un lado, fuera del campo visual del militar, darle una fuerte patada en la cabeza que le envía rodando escalera abajo, donde muere.
El “Doktor”, por otra parte, ha oído los disparos de ametralladora y, confiando en que el general dé buena cuenta de Rosa y Bernardo, sale a conjurar el nuevo peligro. Se produce un tiroteo y uno de los viejos es alcanzado, no sin que antes mate al “Doktor”. El otro desaparece sin dejar rastro, sobre todo cuando viene la policía a ver qué es todo ese jaleo.
Bernardo y Rosa son detenidos y llevados a la Comisaría. Cuando pasan junto al anciano de la metralleta, ambos ven, consternados, que se trata del encargado de la Biblioteca Pública de Toledo. Éste, mortalmente herido, les sonríe antes de morir.
- Tantos que la han buscado y ninguno la merecía. Debíamos protegerla – dice, antes de expirar.
Una vez en el calabozo, los dos se miran a través de las rejas que les separan y saben, sin necesidad de decir palabra, que nadie creerá lo que cuenten, sobre todo si cuentan la verdad. Como no hay mentira que pueda explicar todos los líos en los que han estado envueltos, optan por callarse. Saben, instintivamente, que lo mejor es que nadie sospeche siquiera qué era lo que estaba en juego. Ya han visto lo que los Estados y las sociedades secretas son capaces de hacer por el poder o por preservar su visión del mundo, así que ahora ellos deben proteger ese secreto.
Por lo demás, saben que poseen un secreto igualmente poderoso, aunque de naturaleza muy distinta: el poder de la piel contra la piel, de los suspiros que pasan de una boca a la otra, del éxtasis que nace de la carne y que, a veces, con algunas personas, la trasciende. Pero tal vez haya que sacrificar también eso.
No será necesario, sin embargo. A la mañana siguiente, viene a verles un señor, un funcionario aparentemente anodino que les informa de que todos los cargos han sido retirados y que lo mejor es que se vayan y olviden todo ese asunto. Bernardo le mira a los ojos y traspasa la máscara de insignificancia que ha construido cuidadosamente. No es en absoluto lo que aparenta ser. Tras él, Bernardo, familiarizado ya con las oscuras corrientes que atraviesan lo cotidiano, intuye un poder muy superior. Un poder con influencias dentro del aparato del Estado y que, de momento, está de su parte. O más bien él, Bernardo, de la suya, aunque inconscientemente. Les ha prestado un valioso servicio y se lo están pagando. Pero ha de tener cuidado.
1 comentario:
Por supuesto que el nazismo es pieza fundamental en asuntos esotéricos. Si no, que se lo pregunten a los de “El internado”.
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