El tercer día nos embarcamos con guagua y todo en un ferry con rumbo a la isla de La Gomera. No soy propensa a marearme, menos en este barco que era muy cómodo y apenas se movía. Tras un trayecto de poco más de media hora, llegamos a San Sebastián de La Gomera, la ciudad principal, apenas un pueblo. Si en la subida hacia el Teide me quejaba de las carreteritas estrechas donde apenas cabían dos vehículos, repletas de curvas y rebordes, cada vez más y más empinadas, tanto que daba miedo mirar por la ventanilla y ver los precipicios que se extendían a nuestros pies, éstas eran autopistas en comparación con las de La Gomera, un horror, de verdad. Si alguien se enferma, cuando llegue el médico ya la ha palmado, fijo pues no hay manera de conducir rápido. Como no vaya en helicóptero… Residir en una isla puede ser complicado, no sólo física sino anímicamente, pero en una de tamaño medio como Tenerife se podría soportar. Pero La Gomera… Me volvería loca si tuviera que vivir allí. Ya la conozco y, aunque no me arrepiento, si me pierdo que no me busquen ahí.
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1 comentario:
Yo estoy contigo, es bonita pero claustrofóbica.
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