Hace aproximadamente un mes vi por televisión una noticia que me dejó, literalmente, con la mandíbula colgando. Se trataba de una de las mejores muestras del esperpento nacional que me he encontrado últimamente (aparte del timo de la tinta mágica para hacer billetes, con el que aparentemente han picado unos cuantos empresarios de lo más respetable)
En esta ocasión, los Mossos d’Esquadra (creo que se escribe así, corregidme si me equivoco) habían desmantelado una clínica de cirugía estética clandestina. Así, a primera vista, no tiene nada de particular. Profesionales piratas los ha habido toda la vida, y en alguna ocasión, mejores que los “legales”. No, el problema estribaba en cómo alguien, alguna vez, pudo considerar que el señor en cuestión era profesional en algún sentido de la palabra, siquiera el clandestino.
Vamos a ver. No quiero cargar las tintas ni señalar con el dedo a quienes, en el fondo, son unas víctimas de la obsesión actual por ajustarse a un determinado canon de belleza. Personalmente, me encuentro mogollón de defectos físicos (en los mentales no quiero detenerme) y no me importaría, si algún día tengo pelas, pasar por quirófano para, por ejemplo, retocarme la nariz. Eso sí, me lo pensaría muy mucho, aun cuando fuera una clínica de reconocido prestigio: basta con mirar lo que le pasó a Kalina de Bulgaria para hacerme dudar de semejante proyecto. Más vale nariguda que desnarigada.
De acuerdo: todas tenemos nuestros complejillos y podemos pensar en retocarnos, dado que eso parece darnos más seguridad en nosotras mismas, si bien habremos de pasar por alto el hecho de que nuestra inseguridad la generan los cánones estéticos con los que nos bombardean constantemente. Hasta ahí, todo correcto.
Pero resulta que yo, Fulanita de Tal, ama de casa más o menos felizmente casada, veo un anuncio en el periódico: implantes mamarios de silicona, oferta 2x1, a 250 módicos euros. Ésta es la mía, me digo. El churri parece algo alicaído últimamente y me haría ilusión presumir de delantera ante las vecinas, pero mi mísero sueldo (como el de gran parte de las mujeres trabajadoras de este país) no me permite recurrir a establecimientos de renombre o simplemente a cirujanos colegiados.
Nada, nada, ni corta ni perezosa, sin dejarme desanimar por el hecho de que la dirección que aparezca en el anuncio sea Barrio del Raval, Calle del Espanto N. 13, Entresuelo Dcha., me encamino hacia allí con mis 250 euros en el bolsillo (pago de la operación se efectúa por adelantado, faltaría más)
Llego al sitio en cuestión: un edificio de viviendas más bien tirando a cutre. Bueno, reflexiono, eso es por fuera; seguramente por dentro será otra historia. Entro y me encuentro un portal con iluminación deficiente, pintura descascarillada y basura acumulada en los rincones. Problemas entre la comunidad de vecinos, aventuro, aunque mi propósito comienza a flaquear. Mientras que en la consulta del señor todo esté como tiene que estar, no ha de surgir ningún problema. Además, he oído que mi cuñada conoce a una prima de una compañera de trabajo de su hermana que dice que a ella le fue muy bien.
Adelante, pues. Subo las lúgubres escaleras. Llego a la puerta de la clínica; extrañada al encontrarme frente a una puerta vieja y normalilla, sin placa ninguna, cotejo la dirección que llevo escrita en un papel. Sí, es aquí, no tiene pérdida.
Llamo al timbre. La puerta se abre: cuál no será mi sorpresa (imagino) al encontrarme con un señor de mediana edad, en chándal, y con un aspecto de lo más descuidado. Me identifico: soy Fulanita y tengo cita para las doce. Pase usted, por favor.
Mi asombro crece en proporción geométrica al encontrarme en una vivienda que es el fiel reflejo del abandono del señor que me ha abierto la puerta. “No puede ser”, habré de decirme, ante el dantesco panorama de ropas esparcidas por doquier y un camastro revuelto en el que, por lo visto, se va a llevar a cabo la operación. Como ama de casa razonablemente competente, soy presa del estupor al reparar en los suelos cubiertos de pelusilla, los muebles desconchados y polvorientos, las cortinas deshilachadas…
Pero todo lo anterior palidece ante la constatación de que el señor que me ha abierto la puerta no está solo: de una ojeada cuento un perro, no menos de tres gatos y un loro en su jaula que no para de graznar “¡Deja de gritar! Uac ¡Deja de gritar! Uac, Uac”
Trato de borrar de mi mente el hecho de que parte de la suciedad que cubre el suelo son las heces del lorito, que se han caído de la sucia jaula.
Aprieto los dientes, sin saber muy bien qué hacer. Es una buena oportunidad de hacerme con las tetas que siempre he soñado tener, y más barato no lo he de encontrar. Además, a buen seguro que no soy la única que ha pasado por allí; si hubiera habido algún contratiempo, se sabría, ¿no?
El señor me indica, con voz ronca de fumador empedernido, que me siente en el camastro, que va a ser un momento. Puede que me duela algo, pero ya se sabe, “la que quiere estar guapa, algo le cuesta” me confía, esbozando una sonrisa socarrona que descubre sus dientes amarillentos.
Respiro hondo, obedezco, espero un ratito… y veo que el señor se acerca a mí esgrimiendo una jeringuilla veterinaria en una mano y, en la otra, un frasco de cristal que pone “¡Cuidado! Silicona industrial”
Es en este punto cuando la única opción cuerda es salir corriendo por patas y no parar hasta la comisaría más próxima para denunciar al señor.
No me explico cómo ha podido mantenerse semejante chiringuito durante el tiempo que haya estado. Y no quiero ni pensar en las posibles consecuencias para quienes se sometieron tan confiada e imprudentemente a un tratamiento en tales condiciones.
Spain sigue siendo different, yes.
En esta ocasión, los Mossos d’Esquadra (creo que se escribe así, corregidme si me equivoco) habían desmantelado una clínica de cirugía estética clandestina. Así, a primera vista, no tiene nada de particular. Profesionales piratas los ha habido toda la vida, y en alguna ocasión, mejores que los “legales”. No, el problema estribaba en cómo alguien, alguna vez, pudo considerar que el señor en cuestión era profesional en algún sentido de la palabra, siquiera el clandestino.
Vamos a ver. No quiero cargar las tintas ni señalar con el dedo a quienes, en el fondo, son unas víctimas de la obsesión actual por ajustarse a un determinado canon de belleza. Personalmente, me encuentro mogollón de defectos físicos (en los mentales no quiero detenerme) y no me importaría, si algún día tengo pelas, pasar por quirófano para, por ejemplo, retocarme la nariz. Eso sí, me lo pensaría muy mucho, aun cuando fuera una clínica de reconocido prestigio: basta con mirar lo que le pasó a Kalina de Bulgaria para hacerme dudar de semejante proyecto. Más vale nariguda que desnarigada.
De acuerdo: todas tenemos nuestros complejillos y podemos pensar en retocarnos, dado que eso parece darnos más seguridad en nosotras mismas, si bien habremos de pasar por alto el hecho de que nuestra inseguridad la generan los cánones estéticos con los que nos bombardean constantemente. Hasta ahí, todo correcto.
Pero resulta que yo, Fulanita de Tal, ama de casa más o menos felizmente casada, veo un anuncio en el periódico: implantes mamarios de silicona, oferta 2x1, a 250 módicos euros. Ésta es la mía, me digo. El churri parece algo alicaído últimamente y me haría ilusión presumir de delantera ante las vecinas, pero mi mísero sueldo (como el de gran parte de las mujeres trabajadoras de este país) no me permite recurrir a establecimientos de renombre o simplemente a cirujanos colegiados.
Nada, nada, ni corta ni perezosa, sin dejarme desanimar por el hecho de que la dirección que aparezca en el anuncio sea Barrio del Raval, Calle del Espanto N. 13, Entresuelo Dcha., me encamino hacia allí con mis 250 euros en el bolsillo (pago de la operación se efectúa por adelantado, faltaría más)
Llego al sitio en cuestión: un edificio de viviendas más bien tirando a cutre. Bueno, reflexiono, eso es por fuera; seguramente por dentro será otra historia. Entro y me encuentro un portal con iluminación deficiente, pintura descascarillada y basura acumulada en los rincones. Problemas entre la comunidad de vecinos, aventuro, aunque mi propósito comienza a flaquear. Mientras que en la consulta del señor todo esté como tiene que estar, no ha de surgir ningún problema. Además, he oído que mi cuñada conoce a una prima de una compañera de trabajo de su hermana que dice que a ella le fue muy bien.
Adelante, pues. Subo las lúgubres escaleras. Llego a la puerta de la clínica; extrañada al encontrarme frente a una puerta vieja y normalilla, sin placa ninguna, cotejo la dirección que llevo escrita en un papel. Sí, es aquí, no tiene pérdida.
Llamo al timbre. La puerta se abre: cuál no será mi sorpresa (imagino) al encontrarme con un señor de mediana edad, en chándal, y con un aspecto de lo más descuidado. Me identifico: soy Fulanita y tengo cita para las doce. Pase usted, por favor.
Mi asombro crece en proporción geométrica al encontrarme en una vivienda que es el fiel reflejo del abandono del señor que me ha abierto la puerta. “No puede ser”, habré de decirme, ante el dantesco panorama de ropas esparcidas por doquier y un camastro revuelto en el que, por lo visto, se va a llevar a cabo la operación. Como ama de casa razonablemente competente, soy presa del estupor al reparar en los suelos cubiertos de pelusilla, los muebles desconchados y polvorientos, las cortinas deshilachadas…
Pero todo lo anterior palidece ante la constatación de que el señor que me ha abierto la puerta no está solo: de una ojeada cuento un perro, no menos de tres gatos y un loro en su jaula que no para de graznar “¡Deja de gritar! Uac ¡Deja de gritar! Uac, Uac”
Trato de borrar de mi mente el hecho de que parte de la suciedad que cubre el suelo son las heces del lorito, que se han caído de la sucia jaula.
Aprieto los dientes, sin saber muy bien qué hacer. Es una buena oportunidad de hacerme con las tetas que siempre he soñado tener, y más barato no lo he de encontrar. Además, a buen seguro que no soy la única que ha pasado por allí; si hubiera habido algún contratiempo, se sabría, ¿no?
El señor me indica, con voz ronca de fumador empedernido, que me siente en el camastro, que va a ser un momento. Puede que me duela algo, pero ya se sabe, “la que quiere estar guapa, algo le cuesta” me confía, esbozando una sonrisa socarrona que descubre sus dientes amarillentos.
Respiro hondo, obedezco, espero un ratito… y veo que el señor se acerca a mí esgrimiendo una jeringuilla veterinaria en una mano y, en la otra, un frasco de cristal que pone “¡Cuidado! Silicona industrial”
Es en este punto cuando la única opción cuerda es salir corriendo por patas y no parar hasta la comisaría más próxima para denunciar al señor.
No me explico cómo ha podido mantenerse semejante chiringuito durante el tiempo que haya estado. Y no quiero ni pensar en las posibles consecuencias para quienes se sometieron tan confiada e imprudentemente a un tratamiento en tales condiciones.
Spain sigue siendo different, yes.
3 comentarios:
Como siempre, Carolina, aciertas de pleno al recrear la tercermundista “consulta” de semejante carnicero. También yo me pregunto cómo hubo gente que ponía su propia vida en manos, materiales y entorno de tal guarrería.
Lamentablemente, es más común de lo que pensamos, sobre todo en países subdesarrollados. En la serie de “Nip/Tuck”, que trata sobre dos cirujanos plásticos, muchos argumentos giran en torno a salvajadas realizadas por “médicos” sin licencia en cuchitriles privados de asepsia como el del Raval barcelonés.
Como se suele decir, la realidad supera la ficción.
La gente por lucir palmito se mete en estos tugurios, qué barbaridad. Yo para cirujia estética no me meto ni en los mejores hospitales a no ser que fuera un defecto físico muy visible.
La gente por lucir palmito se mete en estos tugurios, qué barbaridad. Yo para cirujia estética no me meto ni en los mejores hospitales a no ser que fuera un defecto físico muy visible.
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