Una vez os puse un artículo sobre los más memorables comienzos de la literatura. Hoy tocan los mejores finales porque terminar suele ser una obligación; terminar bien, un difícil arte.
En la foto, Greta Garbo, en Ana Karenina (1935), la adaptación cinematográfica de la novela de Tolstoi.
Desde un prosaico "mierda" (El coronel no tiene quien le escriba), un cotidiano "pero ahora tengo que dormir" (Expiación) hasta el poético "la muerte le llegó sencillamente, como llega la noche cuando se marcha el día" (Los Miserables); todos ellos bien valen como buenos finales de novela.
De hecho, todos los citados lo son, y no precisamente de cualquier obra, sino de algunas de las más importantes de la historia de la literatura. Ilustran estos cierres cómo desde el más cotidiano de los gestos puede resultar un perfecto desenlace formal.
Dos son los requisitos que se precisan: que nos den algo que no olvidemos y a poder ser, que no esperemos. Porque no suelen las oraciones finales resolver una historia que ha necesitado cientos de páginas de desarrollo. Así pues, puede el lector leer tranquilo lo que sigue, que no vamos a destriparle el desenlace a nadie.
"Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas. Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo". No sólo lograba Clarín un comienzo tan espectacular como inolvidable en su gran obra maestra (y su primera novela), La Regenta, sino que daba a la historia este final de gran potencia. ¿Quién iba a imaginar que la última palabra de un párrafo que comenzó casi como verso sería "sapo"?
De uno de nuestros grandes narradores vivos, Javier Marías, es el cierre poético y algo hipnótico (como algunos definen el "estilo Marías") de la novela con la que ganó el premio Rómulo Gallegos en 1995, Mañana en la batalla piensa en mí: "Adiós risas y adiós agravios. No os veré más ni me veréis vosotros. Y adiós ardor, adiós recuerdos".
Inevitable la vuelta a la mejor obra de Nabokov, Lolita: "Pienso en bisontes y ángeles, en el secreto de los pigmentos perdurables, en los sonetos proféticos, en el refugio del arte. Y ésta es la única inmortalidad que tú y yo podemos compartir, Lolita mía". Gracias a esta novela logró el autor conquistar el éxito y la consagración definitiva como escritor, ya que hasta entonces, 1955, su fama había sido más bien discreta a pesar de llevar publicando desde 1930.
"Pero a partir de hoy mi vida, toda mi vida, independientemente de lo que pueda pasar, no será ya irrazonable, no carecerá de sentido como hasta ahora, sino que en todos y en cada uno de sus momentos poseerá el sentido indudable del bien, que yo soy dueño de infundir en ella". Fue precisamente el final de esta obra, Ana Karenina, motivo de desacuerdo entre su autor,
"El coronel necesitó setenta y cinco años -los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto- para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder: Mierda". Así termina la segunda de las novelas de Gabriel García Márquez, El coronel no tiene quien le escriba, que aunque no había llegado aún a su gran libro, Cien años de soledad, ya mostraba que estaba en el camino con esta pequeña obra maestra.
"Porque siempre has querido ser un escritor y no te atrevías. Ahora que te vas a quedar solito, puedes aprovechar, así no me extrañarás tanto. Por lo menos, confiesa que te he dado tema para una novela. ¿No, niño bueno?". A los 70 años logró Mario Vargas Llosa escribir la historia que siempre había querido, de amor, y, como siempre había deseado, rehuyendo todo convencionalismo decimonónico. Travesuras de la niña mala es pues, además de una poderosa novela de amor, el anhelo cumplido del escritor peruano.
Un hito en la historia de la literatura por ser la primera novela construida de principio a fin como monólogo interior, Ulises, de Joyce: "Y luego le pedí con los ojos que lo volviera a pedir sí y entonces me pidió si quería yo decir sí mi flor de montaña y primero le rodeé con los brazos sí y le atraje encima de mí para que él me pudiera sentir los pechos todos perfume sí y el corazón le corría como loco y dije sí quiero Sí".
Recurre al erotismo Muñoz Molina para concluir la historia de una de sus más breves -y probablemente más desconocidas- novelas: En ausencia de Blanca: "Blanca, la otra, la verdadera, la casi idéntica, (...), nunca se había echado a reír en sus brazos ni murmurado en su oído las palabras de desvergüenza y dulzura que la desconocida le decía".
El lobo estepario es con toda probabilidad la obra más innovadora de Herman Hesse. Se cierra ésta con el mismo simbolismo que impera en todo el libro: "Alguna vez llegaría a saber jugar mejor el juego de las figuras. Alguna vez aprendería a reír. Pablo me estaba esperando. Mozart me estaba esperando".
Demostrado queda ya lo complicado y lo artístico del fragmento final, así que no cometeremos la imprudencia de concluir con palabra propia. Mucho menos tras tanta maestría ajena. Valga como intento la oración final de La Barraca, de Blasco Ibáñez, novela que desafortunadamente hoy yace en un inmerecido estado de semiolvido: "Y allí aguardaron el amanecer, con la espalda transida de frío, tostados de frente por el braseo que teñía sus rostros con reflejos de sangre, siguiendo con la pasividad del fatalismo el curso del fuego, que iba devorando todos sus esfuerzos y los convertía en pavesas tan deleznables y tenues como sus antiguas ilusiones de paz y trabajo".
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