Me gustaría hacer un pequeño comentario acerca de las
palabras del señor Pedro Ruiz, cura párroco de Canena (Jaén). Dicho señor
afirmó, textualmente, que “Hace treinta
años había mucha más incultura y a lo mejor un hombre se emborrachaba, llegaba
a su casa y pegaba a su mujer, pero no la mataba. Pero hoy es que la mata, o él
a ella o ella a él, porque antes había un sentido moral y hoy no lo hay. Antes
había unos valores, se sabían los mandamientos, y una persona tenía una formación
cristiana, aunque se emborrachara, sabía que hay un quinto mandamiento que dice
‘no matarás’. Pero ahora no”. Quisiera,
pues, replicar a dicho señor cura que los principios religiosos no han sido,
son, ni serán freno para las personas que deseen maltratar a sus semejantes.
Puede que en algunos casos lo sean, pero sólo funciona en caso de que se
predique la condenación eterna para quien cometa dichos excesos. Teniendo en
cuenta que las religiones (en general) suelen ser notablemente indulgentes respecto
a la condena espiritual de los maltratadores de mujeres, dicho efecto
“suavizador” de las costumbres suele brillar por su ausencia.
No obstante, quisiera que fuese otra persona, testigo
directo de aquellos tiempos en que la religión (en este caso, la cristiana
protestante) tenía absoluta preponderancia a la hora de moldear los
comportamientos, quien tome la palabra para apoyar fehacientemente mis
afirmaciones. Dicho testimonio, procedente de una fuente médica, tiene el valor
de la más absoluta objetividad y neutralidad. He tratado de copiarlo respetando
lo más posible el vocabulario y la ortografía de la época, para acentuar su
autenticidad. Aquí se lo dejo, señor cura:
“Una joven entró en el hospital de Meath el 12 de setiembre
de 1838. Hasta que se casó había tenido
una buena salud; por desgracia, su marido era un borracho que hacía con ella
las mayores iniquidades; la pegaba, la daba puntapiés, y hasta llegó á hacerla
rodar las escaleras: a consecuencia de esta vida cruel había llegado a la
situación en que se encontraba cuando la vimos por primera vez. Había sido
maltratada con tanta frecuencia, que era imposible señalar cuál de tales
violencias era la causa de su mal. Estaba demacrada, su respiración era penosa
y precipitada, su pulso muy frecuente: no tenía cefalalgia, pero sí dolores
atroces en los riñones; estos dolores aumentaban con la presión de las apófisis
espinosas lumbares, se extendían todo alrededor del vientre y se propagaban
hasta las nalgas y los muslos. No se descubría ninguna afección torácica; el
aspecto general de la enferma, el estado de la lengua y del estómago no podían
referirse a una fiebre. Esta desgraciada se retorcía en la cama por sus
terribles dolores; no tenía un solo instante de reposo é impedía el descanso de
las demás enfermas con sus gritos. La hice aplicar ventosas y sanguijuelas en
la región lumbar y le dí los polvos de Dover. El extremado descaecimiento á que
había llegado nos impidieron usar las sangrías y los calomelanos; tratamos solo
de producirla algún alivio, ya que la muerte parecía inevitable, y tampoco se
pensó en los vejigatorios, á causa de su enflaquecimiento. El 15 de setiembre
supimos que había gritado durante la noche sin intermisión, pidiendo
incesantemente que se le diese opio: se le prescribió á título de paliativo. El
16 se quejó de no tener conciencia de sus piernas, y murió el 18, cinco días
después de su entrada en el hospital.
En la autopsia encontramos todas las vísceras en su estado
normal; los intestinos, en especial el cólon y el ciego, estaban atrofiados; lo
que nos hace creer que esta infeliz había sufrido hambre. La porción inferior
de la médula y los nervios que de ella proceden estaban enrojecidos y sumamente
ínyectados, pero no había derrame plástico. Cada uno de los nervios de la cola
de caballo presentaba en su cara posterior una vena ingurgitada de sangre; en
el resto de su extensión, estos cordones nerviosos eran asiento de una
vascularización arterial en exceso desarrollada”
Fuente: “Lecciones de clínica médica de R. J. Graves precedidas
de una introducción del profesor Trousseau”, T. I, Pp. 705-706. Madrid : Carlos
Bailly-Bailliere, 1872.