* En Dubai corre una leyenda urbana: en lo alto del inmenso rascacielos que están construyendo, hay un hindú que no baja desde hace año y medio, pues no le trae cuenta subir y bajar continuamente. Esperemos que sólo sea eso, una leyenda.
LA CIMA DEL MUNDO
Era mejor mirar al horizonte por la noche. Si lo hacía durante el día corría el riesgo de marearse y, por lo tanto, caerse. Y ante todo, no debía caerse. Ésa era una de sus pesadillas más recurrentes: el traspiés, el salto por la barandilla y luego el interminable descenso a lo largo de la magnífica estructura de cristal, acero y soberbia humana.
Muchas veces, cuando yacía empapado en soledad y sudor tras despertarse, se había preguntado cómo sería. Lo imaginaba espantoso, como planear sobre el infierno de Shiva: el aire ardiente oprimiendo el pecho del condenado, impidiéndole respirar, la percepción de la eternidad en millones de instantes fugaces como granos de arena lanzados a presión contra su rostro… Comparada con esa agonía, el horror final, el cataclismo portador de oscuridad, no era nada.
Por eso era necesario que recordase: no mirar el horizonte de día. Pese a que llevaba allí arriba algo más de año y medio, no acababa de acostumbrarse. El contraste entre la minuciosa atención que exigían los circuitos en los que trabajaba, un mundo minúsculo que ofrecía orden y definición en cada uno de sus elementos, y la desintegración de la mente en la cambiante y temblorosa nada del desierto, aún era demasiado para él. Las atestadas callejuelas de Bombay no le habían preparado para esto. Ni, desde luego, para la soledad absurda y desquiciante que no le quedaba más remedio que padecer.
Pero aguantaría. Lo estaba haciendo bien. Cada día, al despuntar el sol, más o menos hacia las seis de la mañana, se levantaba del camastro que se había preparado con una colchoneta y unas mantas, pues al llegar la noche hacía frío y en esta parte del rascacielos aún no habían puesto las enormes cristaleras, hacía sus necesidades en el retrete portátil que habían subido expresamente para él, desayunaba frugalmente, y se enfrascaba en su trabajo hasta que la noche le traía alivio y descanso. Doce horas, sin contar la pausa para comer y un cigarrito a media tarde.
Cualquiera podría pensar que, dado que estaba completamente solo las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana y las cincuenta y dos semanas del año, bien podía tomárselo con más calma, descansar más horas. Quienquiera que lo pensase no se había pasado ochenta semanas en la punta del rascacielos más alto del mundo sin más compañía que sus herramientas de electricista, el ordenador portátil mediante el que recibía las constantes instrucciones del ingeniero jefe de sección, y sus miedos. Sólo podría descansar cuando, finalmente, completara el trabajo que se había comprometido a realizar, que nadie más quería hacer, y por el que le pagaban la astronómica cantidad de mil dirhams (=500 E) al mes. ¿En qué otro sitio de Dubai, por no decir de su India natal, encontraría un sueldo mejor? Por lo tanto, el día más feliz de su vida sería aquel en el que volvería a subirse al montacargas, descendería los setecientos pisos que le separaban del suelo salpicado de maquinaria, y recogería la prima de tres mil dirhams que le habían prometido como gratificación extraordinaria por fin de obra.
Y era realmente extraordinaria. Con ese dinero podrían pagarle los estudios a Vandra. La beca que su hijo había conseguido no era suficiente, pese a que le había abierto las puertas de la Universidad de Bangalore, la ciudad sagrada de los sabios que conocían los secretos de los ordenadores, esas máquinas mediante las cuales se gobernaba ahora el mundo, como el ingeniero jefe le mandaba ahora a él sin tener que subir allí arriba más que una o dos veces al año, para comprobar que todo estaba correcto.
Así eran las cosas. Él no se quejaba: de esta manera, al menos, su hijo tendría la oportunidad de ser uno de los que conocían los secretos, de los que mandaban a distancia. Exactamente tal y como él fue el primero de su familia que no se partió el espinazo en los campos, sino que fue enviado, gracias al inmenso sacrificio de sus padres y la ayuda de un pariente rico, al Instituto Politécnico donde estudió la electricidad. Sí, tenía sentido: del campo, a Bombay, de Bombay a Dubai, y de Dubai, a Bangalore, directos al futuro. Cada generación se proyecta a través de la siguiente, buscando un medio de romper la rueda de la miseria eternamente reencarnada.
Así que, para no perder el rumbo ni perderse a sí mismo en aquellas tórridas alturas, se obligaba a seguir un estricto horario, a rezar a sus dioses cada día en el pequeño altar que había dispuesto junto a su camastro y a mirar el horizonte sólo por las noches, cuando la lejana línea de dunas montañosas era un trazo apenas vislumbrado y lo único que importaba eran las estrellas, tan cercanas a él como las luces que brillaban en el distante suelo. De hecho, en el punto en el que la ciudad se prolongaba hacia el horizonte, el cielo y la tierra se confundían en un único lecho oscuro cuajado de brillantes guijarros. Era un espectáculo hermoso, grandioso… y, de entre todos los mortales de la Tierra, él era el único que podía apreciarlo.
Un día, la pantalla del portátil se apagó.
No se dio cuenta hasta que, finalizada la pausa para comer, se acercó a la pantalla para comprobar si había instrucciones nuevas. Había terminado todo el cableado de las antenas, algunas de ellas conectadas directamente a satélites, según le habían dicho. Por lo menos, la parte que le correspondía a él, ya que tendrían que ir embutidos en la hermosa aguja de fibra óptica que sería el remate del edificio, y ese trabajo lo tendrían que hacer obreros especializados, parte de ellos colgando de arneses que a su vez penderían de helicópteros. Una obra maestra de trabajo de ingeniería en condiciones de alto riesgo. Así era todo en Dubai; la palabra “imposible” había sido desterrada a golpe de dinero y de genio.
Pero la pantalla estaba apagada. Negra. Por primera vez en tantos, tantos días.
Durante unos minutos no pudo hacer otra cosa que mirarla, incapaz de imaginar qué podría haber pasado para que el único vínculo que le unía al mundo, aparte del montacargas, se hubiera roto.
De modo que esperó, seguro de que, de un momento a otro, el cristal líquido volvería a iluminarse, cobrando vida de nuevo. Sabía que no había fallado ningún cable, ninguna conexión. Conocía el cableado y la estructura del sistema eléctrico, diseñado de tal manera que no se interrumpiera ni en medio de un terremoto, así que no era un fallo interno.
No supo a ciencia cierta cuántas horas pasaron. El sol se acercó de nuevo al inestable borde del mundo conocido mientras el viento procedente del desierto agitaba las palmeras de las avenidas en las que reinaba el lujo y removía el lujuriante follaje de los jardines en las mansiones de la otra palmera, la gran isla artificial construida en las aguas que bañaban la costa de esa tierra prometida. Él no podía verlo, pero, cerrando los ojos, sentía cómo se mecía el edificio al compás de las ráfagas de aire cálido, y su mente descendía hacia ese suelo que no pisaba hacía tanto tiempo y por el que sentía una repentina e inexplicable añoranza según transcurrían los minutos sin que la pantalla, inmóvil y burlona, volviera a encenderse.
Se levantó con movimientos lentos y medidos del suelo donde había estado sentado. Poniendo un pie delante del otro con el mismo exquisito cuidado, se acercó al borde del edificio, protegido del vacío mediante una delgada barandilla provisional. Inspiró hondo y se asomó.
No había más que unas pocas luces allí a lo lejos, en la base del edificio; tan diferente a la constelación que habitualmente bullía, reflejando el trabajo que no se interrumpía jamás. Ahora, sólo había oscuridad. Las máquinas habían parado.
Espera. Sí que había luces, pero eran diminutas y parpadeantes e iban de aquí para allá sin orden ni concierto. Ahora, aparecen otras más potentes, que se dirigen hacia las pequeñas y erráticas. Es difícil decirlo, pero parece que el viento trae gritos. Gritos de hombres acompañados por sonidos secos y sordos. Los débiles puntitos se dispersan y se apagan, uno a uno.
Cuando ve que su visión se vuelve borrosa, se yergue lentamente sin separarse de la barandilla, a la que se aferra con tanta fuerza que sus manos callosas le duelen. No se vuelve ni siquiera cuando oye un lejano y acompasado jadeo.
martes, 21 de julio de 2009
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1 comentario:
Como más de una vez te he reiterado, Carolina, coincido con la opinión de Mari Pau sobre tus dotes de escritora. Déjate de falsa modestia, que te veo venir.
Mis (envidiosas) felicitaciones por este bello y conmovedor relato.
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