El domingo toca ir a votar. Desde las elecciones generales de 1982, año en que cumplí la mayoría de edad, no me he perdido ninguna convocatoria. No es que aspire al título de ciudadana ejemplar: lo que sí comparto es el lema de “si no votas no te quejes”. Y yo soy muy quejona.
Lástima de dinero público que se está malgastando en esta campaña electoral. ¿Realmente a la inmensa mayoría de la ciudadanía le interesan las elecciones europeas? Creo que no. Ya se verá el índice tan ínfimo de participación. En gran parte, es culpa de los políticos que no nos han sabido explicar la importancia de estos comicios, preocupados más bien por echar un pulso a ver quién la tiene más larga. La lista de votantes, claro, o sea, qué partido aventaja a cuál.
Prueba de lo descafeinado de la campaña es el hecho de que no hay ambiente electoral en Agost, aparte de cuatro carteles a las afueras del pueblo y otras tantas pancartas, y, sobre todo, que no se celebren mítines con lo que disfruto con esas movidas. A mí me gusta acudir a los mítines, sean de la tendencia política que sean, a pesar de su, a mi juicio, inutilidad. Aparte de mí, que me apunto a un bombardeo, la mayoría de los asistentes a los mítines son incondicionales del partido en cuestión, más unos poquitos de la oposición. Además, sean del color que sean, suelen ser la mar de divertidos. Los programas electorales difieren poco unos de otros pero las exaltaciones, los ademanes, la repetición de consignas, las descalificaciones, no tienen desperdicio como ejemplo del esperpento nacional.
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