martes, 26 de enero de 2021

El profesor que leía "Rayuela"



Durante toda mi adolescencia hasta bien entrada la veintena, fui extremadamente puritana y recatada con respecto al sexo. Para mí no existía, ni lo mencionaba; me molestaban los chistes verdes, los comentarios procaces si es que llegaba a entenderlos. Lo peor del caso es que ni siquiera sentía curiosidad. Supongo que en el fondo era un mecanismo de autodefensa. Y no es que hubiera sufrido una educación represiva en casa ni en la escuela. Mi familia era y es católica y conservadora pero no me amenazaron nunca con las penas del infierno si tenía malos pensamientos. De hecho no recuerdo que en casa se hablara de sexo en ningún sentido (estas reflexiones son a posteriori, hasta hace poco no me había parado a pensarlo).

Quince años. Edad en que se supone que las hormonas están en plena ebullición. Las mías no. Estoy en 2º de BUP, en clase de Literatura, mi preferida. El profesor es joven y tiene fama de salidillo por sus comentarios de doble sentido, sus relatos del Decamerón, sus peculiares interpretaciones (¿se me habría ocurrido que carpe diem se podría traducir, según él, como “follad, follad, que el mundo se acaba”?). 

“Os voy a leer -nos dice- un fragmento de Rayuela de Julio Cortázar. Es el capítulo 68, no el 69 aunque pueda parecerlo”. Por supuesto, no le encontré sentido a ese cambio de cifras. Menos mal que no se me ocurrió preguntar. Su voz es varonil, sensual; no entiendo lo que escucho pero me hace sentir incómoda ese desasosiego que desde la espina dorsal se ramifica hasta la última fibra sensible de mi ser. 



Acaba la lectura. Silencio absoluto ante la pregunta de qué nos sugiere el texto. “¿Es que a nadie le suena a un coito?”. Tímidamente empiezan a alzarse manos. La mía también al final por no parecer menos que los demás, no porque tuviera clara idea de a qué se refería. “O esto es de verdad un coito o todos somos unos malpensados”- concluye el profesor. A continuación nos explica la revolución que supuso en el mundo literario la aparición de Rayuela y los mecanismos que usa Cortázar para sugerirnos una escena de sexo tras un montón de palabras aparentemente sin sentido. Me acabo de topar con el texto por la red y me ha venido a la memoria lo que os he contado.


Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente su orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, las esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentía balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.

 

Este profesor influyó tanto en mi afición a las letras que acabé estudiando Filología Hispánica. Ojalá algún día mis alumnos me recuerden con el mismo cariño con que lo evoco.




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