Sigo pensando que la versión de Redford y Mia Farrow es para
mí la definitiva, pero gracias a tus impresiones estoy comenzando a
replanteármelo. Di Caprio es un buen actor, lastrado quizá por lo mismo que le
valió el éxito: su encasillamiento como ídolo adolescente, sobre todo a raíz de
“Titanic”. Pero desde muy jovencillo apuntaba maneras de carne de pantalla, y
ya en esa época bordó un par de papeles en “Vida de este chico” y “¿Quién ama a
Gilbert Grape?”. En cuanto al aspecto maromil, coincido contigo: nunca me
pareció atractivo y sus rasgos juegan un poco en su contra ahora que es un
hombre hecho y derecho.
Yo también leí la novela, y por eso creo que la adaptación
que se hizo era muy correcta. Tal vez su problema podría residir, precisamente,
en su manierismo y en que estaba excesivamente apegada al original literario,
sin aportar una interpretación o un acercamiento al público contemporáneo de la
película. Por lo que me cuentas, podría ser que en este caso sea precisamente
eso lo que se ha intentado: utilizar la historia de Gatsby para contarnos algo
sobre nosotros mismos; que, al fin y al cabo, es lo que hace el buen cine y la
buena literatura de todos los tiempos.
Lo que encarna el hombre que por las noches se queda
contemplando el otro lado de la bahía, anhelando un imposible, es la fragilidad
y la impostura de los seres humanos. Gatsby es un impostor; su dudosa
respetabilidad no es más que una fachada, y su mismo despilfarro insensato lo
delata como un parvenu. Por eso es en cierto modo inofensivo: basta con
rascar un poco su superficie para desmontar todo el tinglado que ha ido
construyéndose. Pero, y por eso Scott Fitzgerald le da el apelativo de
“grande”, es también un ser herido y su fidelidad a esa herida es total,
completa, sublime. Lo que le redime no es quizá tanto el amor que siente, sino
el hecho de que lo utiliza como palanca desde la que mover toda su existencia
hacia un estadio superior.
Y ahí llega la gran paradoja, la impostura final. A lo largo
de la historia comenzamos a percatarnos, y cuando termina obtenemos la completa
certeza, de que Gatsby no es más que un aspirante, un aficionado a la farsa en
el gran teatro del mundo. No puede siquiera soñar con rivalizar con quienes
hace ya mucho tiempo que han convertido ese engaño en ley, en norma de vida,
generación tras generación. Los mayores estafadores son, por supuesto, aquellos
que muy probablemente en sus lejanos comienzos no eran mucho más honrados que
él, pero cuyo prolongado predominio económico y cuyo control de todos los
resortes sociales han hecho creer a los demás que ellos son, por naturaleza,
mejores.
Así, nos encontramos con que Gatsby miente más que habla con
la esperanza de poder alcanzar su ideal – integrarse en la alta sociedad,
“mejorarse”, como creo que él mismo dice en la novela –, y ese ideal resulta
ser por dentro tan falso y frágil como sus propias mentiras. Lo único que hay
detrás de toda esa elegancia, de esa belleza, del estilo y la desenvoltura que
da el conocer el lugar que uno ocupa en el mundo, es dinero. Él mismo, en un
momento de amarga lucidez, lo expresa de manera contundente cuando dice que la
voz de Daisy “suena a dinero”. Lo que ocurre es que, a diferencia de los burdas
maniobras de Gatsby, es dinero muy bien empleado y dosificado, magistralmente
gestionado para construir una fachada mucho más duradera e impenetrable de la
suya, una fachada que comparte de manera cómplice un selecto grupo de personas
que hacen de la exclusividad su fuente de glamour. Utilizo la palabra glamour
en uno de sus sentidos originales: el hechizo que uno es capaz de proyectar
para que los demás vean sólo un halo de belleza que oculte lo patéticos,
vulnerables e incluso desagradables que podemos ser en realidad.
Gatsby intentó rodearse de ese glamour, pero su base era
demasiado inestable, su devoción por su sueño, demasiado inquebrantable. Era un
mentiroso en su superficie, pero auténtico en el fondo; sus oponentes sólo
tenían de auténtico el disfraz en sí, la apariencia de riqueza estaba
respaldada por los hechos. Sin embargo, en el fondo eran unos farsantes. Si
nuestro protagonista hubiera renunciado a su sueño y se hubiera mantenido en su
lugar, pescando a una heredera de medio pelo cuya familia le iría lavando hasta
dejarse blanco, reluciente y respetable, tal vez, y sólo tal vez, sus nietos
podrían llegar a conseguir lo que a él le estuvo vedado. Ahora bien, ¿realmente
merecía la pena? ¿Realmente?