Quisiera ser capaz de expresar lo que debo a los libros. A los libros de papel, del ahora tan menospreciado papel. Mi vida, sencillamente, hubiera sido infinitamente más pobre, más lóbrega. Sin los sueños que los libros trajeron hasta mí, la desalentadora realidad hubiera mordisqueado mi ánimo hasta consumirlo por completo. Pero cada vez que necesitaba una ventana para respirar, un lugar al que escaparme, ahí estaban ellos. Siempre fieles, siempre accesibles, permanentemente disponibles. Bien fuesen aquellos pocos que conseguía comprar o, más a menudo, aquellos que sacaba de las bibliotecas.
Porque no puedo hablar de libros sin referirme a las
bibliotecas. Ahora que unos y otros son cuestionados en la forma en que los
conocí, no puedo menos que fruncir los labios con un cierto desprecio por la
volubilidad de la condición humana, por cómo nos apresuramos a denigrar las
cosas y las personas que durante un tiempo fueron importantes para nosotros y
las arrinconamos de una patada en cuanto nos encontramos con que alguien o algo
nuevos parece satisfacer mejor nuestras necesidades. Cambiar, mejorar,
progresar son algo bueno y aconsejable, pero en mi opinión el desdén con el que
tratamos lo que queda atrás está de más. La filosofía de usar y tirar nos hace,
creo, más vulnerables: nos deja desamparados frente a nuestros propios impulsos
hedonistas y egoístas, al tiempo que nos hace más vulnerables frente a quienes
se enriquecen manipulando nuestros instintos.
Frente a esa constante “renovación” basada en el descarte,
yo propongo la acumulación. De conocimientos, de experiencias, de formatos… Nada
nos sobra en el viaje que los humanos emprendemos por el mundo y su realidad.
Nada. Y aun cuando, efectivamente, nos veamos obligados a elegir para aligerar
equipaje, creo que es saludable que mantengamos un cariñoso contacto con lo que
dejamos a un lado. Tiene su valor, y ¿quién sabe cuándo tendremos que volver a
recurrir a ello?
Ahora el libro se ha transformado. El papel se ha
desintegrado, convertido en bits que se alojan en soportes informáticos, y
últimamente, ni siquiera eso. Los libros están en la nube, al alcance de todos,
a salvo de cualquier eventualidad mediante la replicación y la copia infinitas,
ya no más cerrados en sí mismos, sino abiertos al diálogo continuo con los
lectores. Y eso está bien. Más aún, está genial. Pero…
Las redes tienen enormes ventajas, desde luego. El único
problema es que hay que estar conectados a ellas. Y si para acceder a algo
tienes que conectarte, te hacen más vulnerable. Cuando accedes a pocos bienes y
servicios, uno a uno, tus posibilidades son más reducidas, pero son tuyas,
tuyas y de nadie más. Me explico: si fuéramos capaces de autoabastecernos de
energía eléctrica, por ejemplo, tal vez nuestras vidas serían menos cómodas,
pero no sufriríamos el abuso y la tiranía de quienes gobiernan la red
eléctrica. Con la red de información pasa lo mismo. Ahora es bastante
democrática, su acceso tiene un coste razonable, pero… ¿y si las cosas cambian?
¿Qué ocurriría en un mundo en el que, por ejemplo, se dejasen de editar libros
en papel, en el que todo estuviera digitalizado… y sólo hubiera UN amo de ese
mundo digital? Si habéis leído “1984”, de George Orwell, sabréis que su
protagonista, Winston Smith, trabajaba en el (ejem!) Ministerio de la Verdad.
Su labor era agotadora, pues debía recomponer uno a uno todos los periódicos en
papel para hacer que la verdad del régimen y la verdad impresa coincidieran sin
fisuras. En un mundo como el que sugiero, el nuevo Gran Hermano y su servidor
Winston tendrían las cosas infinitamente más fáciles. ¿Y qué decir de los
comandos que quemaban libros en “Farenheit 451”? Los pobres irían derechos al
paro, pues con una serie de comandos virtuales los libros quedarían borrados
para siempre de los servidores e incluso de los equipos privados donde hubieran
estado alojados.
Es tremendamente difícil que lo que acabo de describir pase
en realidad. Hay demasiados actores y factores en juego, el futuro es
imprevisible. No obstante, yo tendría cuidado: los libros en papel, cuando su
publicación y difusión no sufrían censura, posibilitaron la creación de una
cultura de la que somos deudores; una cultura firme, estable, porque cada paso
que se daba estaba sólidamente cimentado. “Littera manet”, se decía. La letra
permanece. Sí, pero cuando está en soporte físico.
El formato digital es ágil, dúctil, increíblemente cómodo;
su mayor debilidad es, sin embargo, su evanescencia y su concentración. Si un
gobierno, antiguamente, quería censurar un libro o un panfleto, tenía que
desplegar unos considerables recursos y, aun así, casi siempre había algún
ejemplar que se escapaba de entre sus redes. Hoy no tiene más que decretar el
cierre de Tweeter y Facebook para amordazar a millones de personas. Aún no
puede hacerse de manera efectiva, desde luego; demasiados hackers, demasiados
resquicios, y siempre quedan otros medios de comunicación que hacen poco eficaz
esa prohibición. Pero ahí queda el ejemplo, el precedente.
En cualquier caso, yo soy partidaria de aprovechar todo
cuanto tengamos a nuestro alcance, ya sea en papel o en bits, para disfrutar de
una de las mejores actividades que hemos inventado en toda nuestra historia:
leer lo que está escrito.
3 comentarios:
Carolina, yo fui una de las primeras en comprar el lector digital de libros, pero el encanto que tiene el papel es indiscutible, olerlo, tocarlo, pasar las páginas con veneración cuando te gusta... todo eso no lo da el electrónico... Todavía me compro libros en papel pero mi problema es que no me caben en casa! Tengo bastantes estanterías y todas a rebosar! Así es que ahora ya compro poquísimos en papel.
No, si yo también reconozco las ventajas del libro electrónico, Mari Pau. Y, de hecho, tengo pendiente "reestrenar" un lector que me ha regalado un compañero porque se ha comprado otro con más prestaciones. Seguro que termino enganchándome, porque el espacio que ocupan los libros, junto con su peso cuando te los llevas por ahí, es un aspecto a considerar.
Lo que he escrito lo he hecho porque me dan un poco de rabia esas voces que cuando sale algo nuevo dan lo anterior por muerto y enterrado. Y muchas veces, aquello que se pretende enterrar es una tecnología con la que muchos nos sentimos muy cómodos.
Pero lo peor es el tufillo de superioridad que se desprende de algunos alegatos, como diciendo "yo estoy al día, no como todos esos pringaos que se aferran a lo viejo y se están quedando descolgados de la marcha que lleva el mundo". Pienso que cada cual debe ser libre de elegir cuál es el ritmo que quiere llevar, y que todas las opciones a este respecto son absolutamente respetables, dignas y sensatas.
Además, en tu caso (y me consta que al menos en el de Conchi también, cuando no el de muchos que están en este blog) el amor a la lectura y al libro tradicional están más que demostrados.
Pues eso, que feliz día del libro y siento si he dado la brasa con mi panfleto.
Besos.
No te disculpes, Carolina, que tu postura ha quedado clara y no falta el respeto a nadie.
A veces es difícil mantener el equilibrio entre lo conocido y la novedad, pero aquí somos lo bastante sensatos para no anclarnos en el pasado ni para volvernos locos con el último gadget que se quedará anticuado en dos días.
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