viernes, 4 de diciembre de 2009

Cena de quintos


El pasado viernes 27 de noviembre tuve la cena anual con mis quintos, o sea, con mis paisanos nacidos en 1964. Unos coetáneos míos se tomaron el trabajo de primero ir al juzgado para sacar el listado de los nacidos en Agost en ese año (unos 60, de las quintas más numerosas en pleno baby boom) y al Ayuntamiento para completar la lista con los demás empadronados nacidos entonces, y después enviarnos a todos una carta divertidísima avisándonos de la fecha, lugar y precio de la cena (25 €, bastantes menos que el año pasado pues no incluía barra libre).

Me planteé no ir, sí, pero me duró un segundo. ¿Cómo voy a faltar si soy de las de piñón fijo y no me he perdido ni una? Además, qué canastos, el año pasado me la pasé pipa y esperaba repetir la experiencia. Al final nos juntamos 19, uno menos que la vez anterior. Se quiera o no, la crisis se nota. Había mayor número de chicos que de chicas, con dos nuevas adquisiciones que no habían venido la vez anterior. A las chicas las conozco de toda la vida mientras que con la mayoría de los chicos sólo coincido en veladas como éstas; al menos sirve para que nos saludemos al vernos por la calle, cosa que antes no sucedía.

A eventos así se va con la predisposición de pasarlo bien. No sé si son ganas locas de pasar una velada sin la pareja o el efecto de las primeras cervezas o copas de vino, el caso es que a los pocos minutos estallábamos en carcajadas y buen humor. Y que conste que no bebí, tan sólo tomé media copita de cava para brindar. Todos nos acordamos de que en la cena anterior la juerga no se desmandó tanto porque una de las almas de la reunión pasada, un chico que no sé cómo no acabó reventado entonces de tanto bromear, bailar y hacer el ganso, estaba completamente apagado pues se había separado hacía unos meses. Un año después se hallaba recuperadísimo, tanto que le echó los trastos –con poco éxito, todo hay que decirlo- a una compañera divorciada. Cuán cierto es aquello de que no hay mal que 100 años dure.

No fuimos al mismo restaurante de las otras veces pues el dueño es el ex marido de una de mis quintas y no quería ir allí. Una pena pues, aunque en El rincón de Camilo cenamos opíparamente, nos tuvimos que marchar pasada la 1, mientras que en el Bar Palacio nos habrían puesto música para bailar hasta las 3. Yo habría preferido pagar más y no tener que moverme. Así pues, nos fuimos a continuar la juerga en un pub pero estaba tan de bote en bote que ni me molesté en intentar entrar. Junto con otra amiga, nos despedimos del resto (sabe Dios a qué hora se acostarían) y me fui a casa. Espero pasármelo al menos igual de bien el año que viene.

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