lunes, 12 de mayo de 2014

Los buenos y viejos tiempos



Me gustaría hacer un pequeño comentario acerca de las palabras del señor Pedro Ruiz, cura párroco de Canena (Jaén). Dicho señor afirmó, textualmente, que “Hace treinta años había mucha más incultura y a lo mejor un hombre se emborrachaba, llegaba a su casa y pegaba a su mujer, pero no la mataba. Pero hoy es que la mata, o él a ella o ella a él, porque antes había un sentido moral y hoy no lo hay. Antes había unos valores, se sabían los mandamientos, y una persona tenía una formación cristiana, aunque se emborrachara, sabía que hay un quinto mandamiento que dice ‘no matarás’. Pero ahora no”. Quisiera, pues, replicar a dicho señor cura que los principios religiosos no han sido, son, ni serán freno para las personas que deseen maltratar a sus semejantes. Puede que en algunos casos lo sean, pero sólo funciona en caso de que se predique la condenación eterna para quien cometa dichos excesos. Teniendo en cuenta que las religiones (en general) suelen ser notablemente indulgentes respecto a la condena espiritual de los maltratadores de mujeres, dicho efecto “suavizador” de las costumbres suele brillar por su ausencia.

No obstante, quisiera que fuese otra persona, testigo directo de aquellos tiempos en que la religión (en este caso, la cristiana protestante) tenía absoluta preponderancia a la hora de moldear los comportamientos, quien tome la palabra para apoyar fehacientemente mis afirmaciones. Dicho testimonio, procedente de una fuente médica, tiene el valor de la más absoluta objetividad y neutralidad. He tratado de copiarlo respetando lo más posible el vocabulario y la ortografía de la época, para acentuar su autenticidad. Aquí se lo dejo, señor cura:

“Una joven entró en el hospital de Meath el 12 de setiembre de 1838. Hasta que se casó  había tenido una buena salud; por desgracia, su marido era un borracho que hacía con ella las mayores iniquidades; la pegaba, la daba puntapiés, y hasta llegó á hacerla rodar las escaleras: a consecuencia de esta vida cruel había llegado a la situación en que se encontraba cuando la vimos por primera vez. Había sido maltratada con tanta frecuencia, que era imposible señalar cuál de tales violencias era la causa de su mal. Estaba demacrada, su respiración era penosa y precipitada, su pulso muy frecuente: no tenía cefalalgia, pero sí dolores atroces en los riñones; estos dolores aumentaban con la presión de las apófisis espinosas lumbares, se extendían todo alrededor del vientre y se propagaban hasta las nalgas y los muslos. No se descubría ninguna afección torácica; el aspecto general de la enferma, el estado de la lengua y del estómago no podían referirse a una fiebre. Esta desgraciada se retorcía en la cama por sus terribles dolores; no tenía un solo instante de reposo é impedía el descanso de las demás enfermas con sus gritos. La hice aplicar ventosas y sanguijuelas en la región lumbar y le dí los polvos de Dover. El extremado descaecimiento á que había llegado nos impidieron usar las sangrías y los calomelanos; tratamos solo de producirla algún alivio, ya que la muerte parecía inevitable, y tampoco se pensó en los vejigatorios, á causa de su enflaquecimiento. El 15 de setiembre supimos que había gritado durante la noche sin intermisión, pidiendo incesantemente que se le diese opio: se le prescribió á título de paliativo. El 16 se quejó de no tener conciencia de sus piernas, y murió el 18, cinco días después de su entrada en el hospital.

En la autopsia encontramos todas las vísceras en su estado normal; los intestinos, en especial el cólon y el ciego, estaban atrofiados; lo que nos hace creer que esta infeliz había sufrido hambre. La porción inferior de la médula y los nervios que de ella proceden estaban enrojecidos y sumamente ínyectados, pero no había derrame plástico. Cada uno de los nervios de la cola de caballo presentaba en su cara posterior una vena ingurgitada de sangre; en el resto de su extensión, estos cordones nerviosos eran asiento de una vascularización arterial en exceso desarrollada”

Fuente: “Lecciones de clínica médica de R. J. Graves precedidas de una introducción del profesor Trousseau”, T. I, Pp. 705-706. Madrid : Carlos Bailly-Bailliere, 1872.    

4 comentarios:

Mari Pau dijo...

Buena entrada, Carolina. Si antes no habían tantos asesinatos de mujeres era porque estas aceptaban su triste destino, no tenían a donde ir ni otra salida que quedarse con su verdugo. Y socialmente era rechazada si denunciaba. Ahora cuando por fin se rebela, los psicópatas no pueden soportar ese golpe a su dominio y las matan en el peor de los casos y despues pueden ir sl cura a confesarse.

Juanfra dijo...

Menuda ha armado el elemento éste.

Conchi dijo...

Hay personas que, cuando hablan, sube el pan. Señores como este dan mala imagen a la Iglesia Católica, ya tan deteriorada en estos tiempos. ¿No se dan cuenta de las estupideces que dicen y del daño que causan?

Johnny dijo...

Ni antes ni ahora, los hechos de este tipo son completamente despreciables. Y la Iglesia no debe abrir la boca porque tiene cola que le pisen.