Tras comer en Vitoria, la tórrida tarde del 26 de
julio emprendimos camino al Valle Salado de Añana donde se encuentra una de las
salinas más espectaculares y mejor conservadas del mundo. A los que tuvimos el
valor de adentrarnos en sus profundidades por difíciles senderos no asfaltados,
la guía nos explicó que su valor no sólo reside en su arquitectura particular
de terrazas imposibles construidas con piedra, madera y arcilla, o en sus
características geológicas, su biodiversidad o los valores únicos de su
paisaje, sino en la unión en perfecta armonía de todo ello en un contexto
privilegiado.
La excepcionalidad de este paisaje cultural industrial vivo con
más de 6.500 años de historia documentada, unido al proyecto de recuperación
que está llevando a cabo sin ánimo de lucro la Fundación Valle Salado, hacen
que las salinas sean un Monumento Histórico Nacional y estén en trámites de
convertirse en Patrimonio Mundial de la UNESCO.
Una maravilla, qué duda
cabe, pero lo habría disfrutado más si la temperatura no hubiese sido tan alta.
El intenso calor provocó que un compañero perdiese el conocimiento y otros
estuviesen a punto de seguirlo.
Tras la cena en el
hotel, en la calle, a punto de subir a la habitación, dice Pedro: “Mira quiénes
vienen por ahí”. ¡Mi compañera Gloria y su marido! Qué alegría me dio verlos y
me consta que fue mutuo. Habiendo encontrado a mi maestro de EGB en Vitoria la
víspera, esta fue la segunda sorpresa del viaje. Siempre he dicho que los
agostenses somos pocos pero nos movemos mucho.
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