Ya es muy difícil sorprender a nadie con la magnitud de la crisis económica en Estados Unidos. Pero el hecho de que este país carezca de servicios sociales que se dan por descontados en Europa dibuja panoramas dantescos, inesperados para ellos mismos. La última novedad es que las bibliotecas públicas norteamericanas se están convirtiendo en algo así como refugios nucleares para los que lo han perdido todo, o casi. Los bibliotecarios se ven tan desbordados por la situación que requieren entrenamiento especial a toda máquina.
¿Qué ha pasado? Pues que mucha gente ha perdido su empleo de muchos años, su casa, o todo a la vez, y literalmente no tiene donde caerse muerta. El seguro médico suele ir asociado al puesto de trabajo. El subsidio de paro es breve y simbólico. Hay quien vive en el coche y cada mañana comparece vestido de traje, como si fuera a trabajar, en la biblioteca pública más cercana.
Servicios gratuitos
¿Por qué? Pues porque se está caliente en invierno, fresco en verano, y porque hay una serie de preciosos servicios gratuitos, empezando por los ordenadores con conexión a Internet.
Hace poco un estudio reveló que entre el 30 y el 40 por ciento de los homeless de Washington tenían teléfono móvil, cuenta de correo electrónico y, en algunos casos, incluso un blog. Esto se explicaba en gran parte por el creciente acceso a las nuevas tecnologías en las bibliotecas públicas.
Las estadísticas dicen que es más difícil sobrevivir sin Internet que sin vivienda. Los bibliotecarios americanos lo comprueban cada día atónitos: el número de socios de las bibliotecas se ha duplicado o triplicado en todo el país desde el inicio de la crisis, y aunque algunos simplemente buscan ocio gratis —por ejemplo para sus hijos pequeños—, otros plantean necesidades bastante más perentorias. Gente que a duras penas es capaz de teclear su nombre en el ordenador personal pide que le ayuden a rellenar «on line» una solicitud de trabajo.
Con lágrimas en los ojos
«Vienen adultos que se quejan de que los niños ocupen tanto tiempo el ordenador para jugar, cuando ellos necesitan mandar su curriculum», contaba esta semana a «The New York Times» Cynthia Jones, responsable de una biblioteca de Saint Louis. Mientras Rosalie Bork, bibliotecaria en Chicago, admitía que a duras penas puede con el estrés resultante de que se le presente tanta gente pidiendo ayuda con lágrimas en los ojos. Ella ya no tiene manos para poder ayudarlos a todos los que lo precisan.
Esto no está siendo fácil para nadie, ni siquiera para los que tienen la suerte de conservar su trabajo. Colectivos enteros han visto su vida laboral incluso incrementada, pero transformada en un auténtico infierno.
Hay empresas que incluso han contratado servicios especiales para ayudar a sus empleados a sobrellevar el lado más oscuro de la crisis. Por ejemplo compañías que se dedican al cobro de morosos, y que últimamente se han especializado en reclamar deudas de difuntos a sus allegados.
Terribles sacrificios
A menudo estos no son conscientes de que no hay ninguna base legal para reclamarles, pero el empleado que hace la llamada sí lo sabe. Y con eso en mente tiene que oír como viudos o huérfanos recientes que se encuentran en muy mala situación económica se imponen sacrificios aún más terribles para saldar cuentas de los que se han ido. Para estos empleados se han diseñado descansos especiales entre llamadas, servicios de yoga y de masajes, etc.
¿Que cómo y por qué lo aguantan? Porque por supuesto no está la cosa en ningún sitio como para irse pegando un portazo. Volviendo a las bibliotecas, la nueva escala de «homeless» o casi convive con la de toda la vida, recrudecida: los sin techo «profesionales» también se ven acorralados por la crisis, entonces luchan mucho más duramente por el último centímetro de su territorio. Hace poco dos de ellos que se disputaban un rincón de una biblioteca donde dormir acabaron liándose a navajazos.
La seguridad ha tenido que ser sensiblemente multiplicada. Algún que otro delincuente habitual ha sido detenido recientemente en la biblioteca a la que había acudido inmediatamente después de delinquir. La policía empieza a patrullar habitualmente por estas instalaciones. Hay padres que ya no permiten que sus hijos adolescentes se queden ahí estudiando hasta tarde.
Hay que decir que en todo esto hay también una expresión trágica del fuerte sentido de comunidad que precisamente representan las bibliotecas en Estados Unidos. En un país donde muchos servicios públicos brillan por su ausencia o por su precariedad, la red de bibliotecas es una lujosa excepción, un generoso espacio de acogida. Entraba dentro de lo normal y casi de lo instintivo que muchos buscaran protección allí huyendo del pavoroso hongo nuclear de la crisis.
Sin hacer la vista gorda
En consonancia con esto los bibliotecarios no se limitan a hacer la vista gorda, sino que se implican a pecho descubierto en el rescate. Terapeutas y trabajadores sociales afluyen a las bibliotecas para ayudar con los currículos, familiarizar a los parias de la Tierra con los arcanos de internet y promover talleres con títulos tales como «Encontrar la Esperanza Después de Haber Perdido el Empleo».
¿Qué ha pasado? Pues que mucha gente ha perdido su empleo de muchos años, su casa, o todo a la vez, y literalmente no tiene donde caerse muerta. El seguro médico suele ir asociado al puesto de trabajo. El subsidio de paro es breve y simbólico. Hay quien vive en el coche y cada mañana comparece vestido de traje, como si fuera a trabajar, en la biblioteca pública más cercana.
Servicios gratuitos
¿Por qué? Pues porque se está caliente en invierno, fresco en verano, y porque hay una serie de preciosos servicios gratuitos, empezando por los ordenadores con conexión a Internet.
Hace poco un estudio reveló que entre el 30 y el 40 por ciento de los homeless de Washington tenían teléfono móvil, cuenta de correo electrónico y, en algunos casos, incluso un blog. Esto se explicaba en gran parte por el creciente acceso a las nuevas tecnologías en las bibliotecas públicas.
Las estadísticas dicen que es más difícil sobrevivir sin Internet que sin vivienda. Los bibliotecarios americanos lo comprueban cada día atónitos: el número de socios de las bibliotecas se ha duplicado o triplicado en todo el país desde el inicio de la crisis, y aunque algunos simplemente buscan ocio gratis —por ejemplo para sus hijos pequeños—, otros plantean necesidades bastante más perentorias. Gente que a duras penas es capaz de teclear su nombre en el ordenador personal pide que le ayuden a rellenar «on line» una solicitud de trabajo.
Con lágrimas en los ojos
«Vienen adultos que se quejan de que los niños ocupen tanto tiempo el ordenador para jugar, cuando ellos necesitan mandar su curriculum», contaba esta semana a «The New York Times» Cynthia Jones, responsable de una biblioteca de Saint Louis. Mientras Rosalie Bork, bibliotecaria en Chicago, admitía que a duras penas puede con el estrés resultante de que se le presente tanta gente pidiendo ayuda con lágrimas en los ojos. Ella ya no tiene manos para poder ayudarlos a todos los que lo precisan.
Esto no está siendo fácil para nadie, ni siquiera para los que tienen la suerte de conservar su trabajo. Colectivos enteros han visto su vida laboral incluso incrementada, pero transformada en un auténtico infierno.
Hay empresas que incluso han contratado servicios especiales para ayudar a sus empleados a sobrellevar el lado más oscuro de la crisis. Por ejemplo compañías que se dedican al cobro de morosos, y que últimamente se han especializado en reclamar deudas de difuntos a sus allegados.
Terribles sacrificios
A menudo estos no son conscientes de que no hay ninguna base legal para reclamarles, pero el empleado que hace la llamada sí lo sabe. Y con eso en mente tiene que oír como viudos o huérfanos recientes que se encuentran en muy mala situación económica se imponen sacrificios aún más terribles para saldar cuentas de los que se han ido. Para estos empleados se han diseñado descansos especiales entre llamadas, servicios de yoga y de masajes, etc.
¿Que cómo y por qué lo aguantan? Porque por supuesto no está la cosa en ningún sitio como para irse pegando un portazo. Volviendo a las bibliotecas, la nueva escala de «homeless» o casi convive con la de toda la vida, recrudecida: los sin techo «profesionales» también se ven acorralados por la crisis, entonces luchan mucho más duramente por el último centímetro de su territorio. Hace poco dos de ellos que se disputaban un rincón de una biblioteca donde dormir acabaron liándose a navajazos.
La seguridad ha tenido que ser sensiblemente multiplicada. Algún que otro delincuente habitual ha sido detenido recientemente en la biblioteca a la que había acudido inmediatamente después de delinquir. La policía empieza a patrullar habitualmente por estas instalaciones. Hay padres que ya no permiten que sus hijos adolescentes se queden ahí estudiando hasta tarde.
Hay que decir que en todo esto hay también una expresión trágica del fuerte sentido de comunidad que precisamente representan las bibliotecas en Estados Unidos. En un país donde muchos servicios públicos brillan por su ausencia o por su precariedad, la red de bibliotecas es una lujosa excepción, un generoso espacio de acogida. Entraba dentro de lo normal y casi de lo instintivo que muchos buscaran protección allí huyendo del pavoroso hongo nuclear de la crisis.
Sin hacer la vista gorda
En consonancia con esto los bibliotecarios no se limitan a hacer la vista gorda, sino que se implican a pecho descubierto en el rescate. Terapeutas y trabajadores sociales afluyen a las bibliotecas para ayudar con los currículos, familiarizar a los parias de la Tierra con los arcanos de internet y promover talleres con títulos tales como «Encontrar la Esperanza Después de Haber Perdido el Empleo».
2 comentarios:
Muy buen artículo. Era de esperar que en tiempos de crisis la biblioteca se convirtiera en un refugio para gente sin trabajo incluso sin casa pero una lástima que los delincuentes se citen tambien en ellas. Tendran que poner más policías para que la gente pueda ir pacíficamente sin temer nada.
Qué pena que haya de ser en circunstancias adversas cuando las bibliotecas tengan el reconocimiento que como servicio público se merecen. Esperemos que cuando la crisis se solvente (ojalá que pronto) la gente siga acordándose del bien que su biblioteca les proporcionó.
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