Bueno, hoy toca post serio tirando a disertación filosófica de salón. Normalmente suelo poner relatos de las rutas que hago por Cantabria con mis amigos o mis hermanos, pero esta vez la ruta va por un camino mucho menos agradable: el que discurre, nítido y a la vez tortuoso por la mente de ese infame al que los medios de comunicación se han apresurado a tildar, con demasiada ligereza en mi opinión, como el “monstruo de Amsttetel”.
¿Por qué digo que “con demasiada ligereza”? ¿Acaso lo que ha hecho no es monstruoso, luego hace un monstruo de él? Sí y no. Me explico: lo que ha hecho, con toda premeditación, lucidez, planificación y absoluta falta de compasión, se sale de los límites por los que debe discurrir lo que comúnmente llamamos humanidad. No hay para mí una pena suficiente en este mundo, o al menos una que al aplicarla no nos convierta a nosotros también en seres inhumanos, que pueda permitirle pagar por el crimen que ha cometido. Porque no sé si hay otro más horrendo que convertir a quienes tienes el deber de amar y cuidar en objetos cuya existencia se justifica única y exclusivamente por tu placer, tu capricho y tu soberana voluntad. Es la máxima traición a la condición humana.
Entonces, ¿por qué mi resistencia a llamarle “monstruo”, como hace todo el mundo? Porque es algo demasiado fácil y cómodo poner a ese ser una etiqueta, clasificarle como algo ajeno a nosotros, seres humanos que poseemos una adecuada dosis de empatía, y mirarle como si fuera una atracción de feria, una aberración con la que nada tenemos que ver.
¿Somos, pues, cómplices del horror? ¿Estamos ante algo que podríamos calificar como producto de la sociedad? No del todo, pero puede que por ahí vayan parte de los tiros.
En primer lugar, quede bien claro que mis argumentos jamás tenderán a justificar a ese señor. Repito: no tiene la menor excusa, ni atenuante, nada que impida privarle de su libertad en lo que le quede de vida. ¿Entonces? Entonces miremos a nuestro alrededor, o mejor dicho, alrededor de la sociedad en la que vivía. Veamos: bienestar económico, una sociedad ordenada, bien reglamentada, basada en sólidos valores cívicos e incluso religiosos, cultura a espuertas … ¿qué falla? Pues lo de siempre: nosotros.
En esa sociedad tan bien ordenada, tan próspera, ¿se fomentaba la intimidad entre los seres humanos, la comunicación, la alegría de vivir, el abrirse a los demás o por el contrario, se hacía de la autosuficiencia una bandera? ¿Estaba bien visto mostrar los sentimientos, mostrarse vulnerable o por el contrario el ideal era la impenetrabilidad, la máscara de cara a los demás? Y no hablo sólo de la sociedad austriaca, aunque en este caso sea la protagonista: de ella sabe mucho Elfriede Jelinek, premio Nobel de Literatura en 2004, a quien los propios austriacos no ven con buenos ojos, tal vez porque los suyos han visto con demasiada lucidez lo que hay detrás de la plácida fachada de riqueza y orden. Hablo de todas las sociedades en las que se castra la vida emocional del individuo en aras de la conveniencia, la excesiva racionalidad y el progreso económico: por ejemplo, no hace mucho leí que en la república báltica de Estonia (creo recordar que era Estonia) los niños eran educados para desarrollar una férrea imperturbabilidad, de manera que nadie, ni siquiera los seres más cercanos, sepan nunca lo que realmente piensan. Francamente, creo que no tardará mucho en salir a la luz en Estonia algún caso similar a los que se han destapado en Austria. También estoy pensando en la sociedad japonesa, pero si hay que hacer caso a Amèlie Nothomb (recomiendo “Estupor y temblores”) es poco probable que ese mal se desarrolle en Japón, ya que para ello es necesario tener un ego hiperdesarrollado, mientras que la sociedad japonesa está montada sobre la absoluta represión del ego.
Porque al fin estamos llegando al núcleo del asunto. No es sólo un sistema social castrante (al fin y al cabo todo sistema social lo es por pura necesidad) lo que produce este tipo de seres. Me temo que los humanos tenemos muchos fallos de diseño, sobre todo en la psiquis y no asimilamos del todo bien nuestra condición y nuestra situación en el universo. Somos los únicos seres, que sepamos, que se sienten a sí mismos como individuos totalmente desligados de lo que les rodea, lo cual es algo maravilloso, pero que también nos deja bastante desvalidos frente a un universo que no controlamos.
La mayoría, la inmensa mayoría nos las arreglamos pasablemente bien para superar ese pequeño inconveniente: desarrollamos una serie de valores y mecanismos que por una parte nos hacen ir en busca del afecto y el respeto de los demás y ofrecer el nuestro a cambio y por otra nos inhiben los comportamientos que harían daño a nuestros semejantes. Esos mecanismos pueden designarse con una palabra: empatía.
Luego, cuando fallan los controles internos, siempre podemos recurrir al peso de la ley y del castigo como elemento externo que nos disuade de herir a los que están a nuestro alrededor. Si una sociedad tiene un sistema legal claro y fuerte sus miembros pueden decir: “Uy, mejor no lo hago, porque si me pillan se me cae el pelo”
Por último, siempre cabe echar mano de la religión como algo que nos puede volver a conectar de alguna manera con el todo, aliviando nuestra angustia y desconsuelo.
Bueno, pues recapitulemos: tenemos una sociedad que no fomenta la calidez humana, arriesgándose a crear seres faltos de empatía emocional, aparentemente realizados, pero psíquicamente inválidos. Estos seres sienten una necesidad cada vez mayor, aunque en la mayoría de los casos muy soterrada, de convertirse en los dioses de su entorno más inmediato, pues su soledad es tal que sólo la pueden mitigar controlando de manera total, aunque sólo sea durante unos minutos, a otra persona. Sólo el disponer de una persona vulnerable y manipularla completamente a su antojo, sólo el convertirse en un dios de pacotilla, puede aliviar ese tremendo desamparo. Ahí cabría situar el crecimiento exponencial que ha experimentado la pedofilia entre individuos bien situados económicamente y que disponen de otras maneras mucho más civilizadas de saciar su apetito sexual. Pero es que no se trata de apetito sexual sin más: lo que se busca es el poder como antídoto a la consciencia de la propia insignificancia.
jueves, 8 de mayo de 2008
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2 comentarios:
Muchas gracias por tu colaboración en tan extensa entrada sobre un tema tan polémico y horroroso como éste. Ya veis que en este blog hay cabida desde los temas más intrascendentes a los de actualidad palpitante como el que nos ocupa ahora.
No creo que el calificativo de “monstruo” aparte a este individuo, por llamarlo de alguna manera, de la condición humana, de su parte más abyecta, eso sí. Cuando lo oí, una rara asociación me llevó a Goya y a sus grabados: “El sueño de la razón produce monstruos”, por no hablar de "Saturno devora a sus hijos". Por la más temible desgracia, como bien dices, no es nada ajeno a nuestra cotidianidad, y quien no quiera creerlo no tiene más que ver los telediarios. Quiero pensar que tales crímenes han formado parte de todos los estadios de la Historia aunque no hayan tenido la repercusión mediática de hoy en día, porque si creyera que es fruto de la sociedad actual me deprimiría a la par que me asustaría terriblemente.
Carolina, me has quedado "caos". Para reflexionar, sin duda.
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