El sábado por la noche, me puse La 1 para ver la ceremonia de entrega de los Goya, recordando, sin ninguna nostalgia sino con mucho alivio, que el año pasado la vi desde la cama de un hospital. Dani Rovira estuvo acertado como maestro de ceremonias aunque no me pareció tan gracioso como el año anterior, supongo que por carecer del factor sorpresa. Entre los premiados, abundaron las emociones y las lágrimas, además de la generosidad pues la mayoría compartía el galardón con sus compañeros de nominación. Puñetera la gracia que les haría a estos, aunque bien se guardaron de demostrarlo, que para esos son actores.
Ya pueden cansarse el presentador y la Academia de pedir a los que suben al escenario que no sobrepasen el minuto en sus discursos. El personal se ve con un cabezón en las manos y un micrófono delante y, hala, a rajar se ha dicho. Lo peor es cuando hablan los agraciados en cuestiones técnicas, tan imprescindibles en el cine, sí, pero cuyos desconocidos representantes suelen aburrir al público, dicho sea con todos mis respetos. Había visto apenas un par de las películas nominadas, por lo que poco puedo hablar de la justicia de los premios. Estuvieron repartidos, con lo que muchos salieron contentos.
Las señoras lucieron modelitos espectaculares y otros horrorosos; los caballeros, en una línea más homogénea. Que se hable mucho de la presencia de políticos en la gala no hace mucho favor al cine, me parece. Por supuesto que abogo por la rebaja del IVA cultural, aunque me pregunto hasta qué punto repercutiría en el bolsillo del consumidor, que de esta gente no me fío un pelo.
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