Pasé por chapa y pintura gracias a mi prima y me enfundé una blusa de lentejuelas. Estropeé el generoso escote con un pañuelo que me cubría la garganta, que no era cuestión de sacrificar la salud. Íbamos todos la mar de guapos, fuera la falsa modestia, qué caray. Una lástima que, al no haber electricidad tampoco en la iglesia, no se pudiera celebrar la ceremonia en la capilla del bautismo, que es muy bonita. También lució en el altar mayor, lo que quizás convino ya que cupo mucha más gente. El cura utilizó algún generador que proporcionase energía al micrófono aunque el ruido de fondo era como de asar castañas.
Como María es tan simpática y está acostumbrada a que la gente le haga fiestas, no extrañó que hubiera tanto personal. Entre sus padres y padrinos (Luis, el tío materno, y Carla, la esposa de mi sobrino Toni) estaba tan tranquila y no derramó ni una lagrimita mientras el sacerdote le echaba el agua.
Terminada la ceremonia, fuimos a comer a un restaurante el centenar largo de invitados. Cómo sería de bueno el menú que por la tarde instalaron una fuente de la que manaba chocolate en el que se podía sumergir toda clase de pastas y chuches, y no probé nada, de lo llena que estaba. Qué rabia me dio ver a todos aquellos delgados hincharse a guarrerías mientras a mí se me iban los ojos detrás, incapaz de ingerir nada sin peligro a no dormir en toda la noche del empacho.
Había instalado un photocall muy simpático donde una foto de María agradecía la presencia de los invitados al bautizo. Por supuesto, pasamos todos por allí para fotografiarnos con la homenajeada. A continuación, baile, cuanto más pachanguero, mejor. Nos lo pasamos en grande.
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