miércoles, 16 de diciembre de 2015

Mi Buenos Aires querido ...

https://www.youtube.com/watch?v=U0PBa2MruzI

Hace 100 años Argentina celebraba el primer centenario de su independencia convencida de estar construyendo la capital de un imperio. Se entregó a esa idea durante decenios, pero terminó el siglo XX intentando superar otro título imaginario, capital del corralito. Desde entonces se ha instalado en la nostalgia y, probablemente, así la conocí yo, siempre revisando su papel en el mundo.
La historia, ya se sabe, arrasa con todo, se mueve por ciclos e incluye el azar. Claro que esa es sabiduría de países antiguos; es más difícil de asumir si se convive con la paradoja de vivir en una esquina del mundo, parecer condenado por la autosuficiencia —geográfica, política, energética, psicológica— y poseer una fertilidad muy por encima de la de tu entorno para producir mitos universales: Borges, el Che, Evita, Fangio, Gardel, Maradona…
De modo que cuando se sale a pasear por Buenos Aires no es de extrañar si sus habitantes, los porteños, se empeñan en explicar que lo mejor es el parecido de tal o cual barrio con París, Londres o Madrid, olvidando su mejor cualidad, la semejanza de Buenos Aires consigo misma. Lo mejor es asentir, sonreir y… perderse por la ciudad. Es estupenda.
Para empezar, la diseñaron a lo grande. A finales del siglo XIX nombraron intendente (alcalde) a un tal Torcuato de Alvear, hijo de uno de los padres de la patria. Acababa de regresar de París deslumbrado por la reforma urbanística del barón Haussmann, había dinero, y, sin dudarlo, se puso a hacer otro París. Dejó su firma en todos lados: plaza de Mayo, Casa de Gobierno, diagonales, avenida de Mayo, Puerto Madero… Lo que él no hizo, se inició con él. Por ejemplo, los jardines. Se encargaron a un arquitecto paisajista francés, Carlos Thays, quien también debió trabajar poseído: en Buenos Aires dejó 20 parques, 50 plazas y más de 150.000 árboles; y fuera de la capital, docenas de residencias, estancias y los jardines de las ciudades importantes (Córdoba, Mendoza, Tucumán, Salta, Mar del Plata…). El resultado: en Argentina se construyó todo muy rápido y creyeron que era lo normal.
Argentina tiene casi el tamaño de India y más recursos naturales
La segunda consecuencia concierne a la identidad. Suena irónico, pero quizás el mejor recurso de un país obsesionado con imitar los modelos europeos sean… los árboles. Árboles americanos, propios. Sobre todo en Buenos Aires. Algunos colosales, como los gomeros y los ombúes, con ramas de 20 metros de largo. Árboles de todos los colores. Unos magníficos —el lapacho o el palo borracho—, de brillantes flores rosas. Los hay distinguidos, esbeltos, como la araucaria, abriendo paso a las palmeras, las washingtonias y los ceibos, cuyas flores rojas y acampanadas se han convertido en el estandarte oficial argentino. Y también están las humildes tipas, quizás los más comunes de la ciudad, de flores amarillas y sombra perenne, con la extraña particularidad de tirar miles de minúsculas gotas de azúcares entre primavera y verano (las estaciones de allá, no las de acá) . Los porteños llaman a esa pequeña lluvia que no mancha el llanto de las tipas. Cerrando el desfile, una guardia de honor en las orillas de las grandes avenidas: entre octubre y noviembre, un kilométrico corredor de jacarandas cubre las calles con un dosel de flores violetas.
La tumba de Eva Perón en Buenos Aires.
Detrás de los árboles está la ciudad, la de las grandes vías, no siempre rectas, que las hace todavía más infinitas; la de los barrios populares, con cafés y restaurantes en todas las achaflanadas esquinas y casas bajas de aire pompeyano, en general edificadas por albañiles italianos y culminadas, cuando tenían dinero, con mansardas a la francesa.
No hay que perderse los edificios imponentes de Buenos Aires, en especial cuatro. El primero es una torre de apartamentos construida, según se dice, a partir de un despecho amoroso por una estanciera llamada Corina Kavanagh, de quien tomó el nombre. Está en la plaza de San Martín, tiene la elegancia de los transatlánticos de los años treinta y es uno de los emblemas de la arquitectura moderna, entre el art déco y el expresionismo. El segundo se encuentra en la avenida de Mayo, cerca de la plaza del no menos imponente Congreso. Se llama Barolo por su promotor, contiene tanto simbolismo como una catedral gótica, homenajea a la Divina comedia hasta en sus mínimas proporciones —querían que alojara la tumba de Dante—, lo corona un faro y fue en la época de su construcción (1920) el edificio más alto del mundo. Un poco por debajo, sobre la avenida 9 de Julio, ya se sabe, la más ancha del mundo, se debe visitar el teatro Colón y, si es posible, recorrer los subsuelos —las salas de ensayo, las de ballet, las que guardan las escenografías—: se entra en otra ciudad. El cuarto edificio es algo que podríamos denominar apoteosis de la simulación argentina. Fue proyectado a finales del siglo XIX por un arquitecto noruego en estilo Neobarroco —las guías dicen Renacimiento francés—, con una fachada cubierta por 300.000 piezas cerámicas fabricadas en Inglaterra. Y se llama Palacio de las Aguas, un nombre razonable teniendo en cuenta que alberga un depósito industrial, 12 tanques metálicos que contenían 70 millones de litros de agua potable. Un disparate espléndido.
tango en Buenos Aires.
Lo otro que debe hacerse en Buenos Aires es ejercer de voyeur en una milonga, donde van los porteños a bailar tango. No es difícil, basta preguntar un poco y verificar que el club recomendado no cumple ninguno de estos tres criterios de desestimación: el geográfico (estar en la 9 de Julio o muy cerca), el gimnástico (si los bailarines hacen acrobacias) y el gastronómico (si hay cena con espec­táculo). No se debe olvidar que se trata de una música cuyas piezas insignes fueron compuestas hace 70 años. 
Y claro, hay que intentar sentarse en las gradas de un partido entre el River y el Boca Juniors. Como será muy difícil o muy caro, al menos asistir a uno cualquiera en la Bombonera, la cancha del Boca, y zamparse, entre tiempo y tiempo, un buen choripán. Tampoco hay que tratar de entender la mística construida alrededor de los choripanes (pincho de chorizo) o las empanadas (empanadillas), daría gual, la mística se siente, no se comprende. Pero no hay que olvidar que el fútbol es el territorio donde se nutre el lenguaje argentino. Y hay que mezclarse discretamente entre la hinchada, sin abrir la boca, la tonada nos delata, lejos, eso sí, de los violentos “barras bravas”, para sentir el griterío, escuchar las “puteadas” y mirar lo que sucede cuando un delantero local, después de marcar un gol, corre hasta la banda. Ahí, con perdón del maestro, está el verdadero fervor de Buenos Aires.

3 comentarios:

Jesús dijo...

Después de mi tercera visita a Buenos Aires, participé en un Taller de Escritura Periodística organizado por la CAM.
Éste es uno de los relatos que escribí durante el Taller.

Conchi dijo...

Deberías escribir para guías de viaje. Leerte da ganas de visitar la ciudad y perderse en ella, como recomiendas.

Jesús dijo...

En Buenos Aires, yo me sentí como en casa desde el primer paso que dí allí.
La comida.
Los dulces.
La gente.
El dulce de leche.
Los helados.
La pizza.
Sus parques.
Su arquitectura.
Sí o sí se debe visitar Buenos Aires.