El Museo Nacional de Antropología, en el bosque de Chapultepec, es uno de los más importantes del mundo. El propio edificio es una de las joyas de la arquitectura mexicana contemporánea, obra de Pedro Ramírez Vázquez. Sus volúmenes compactos, sobrios, se organizan alrededor de un patio con un gran estanque central, en el que llama la atención una enorme cubierta rectangular de hormigón sostenida por una única columna (y por cables fijados a edificios aledaños). La celosía, con formas de serpientes idealizadas, símbolo de la vida, que ornamenta el exterior es del zacatecano Manuel Felguérez, sobresaliente artista de la llamada generación de la ruptura.
Inaugurado en 1964, el museo alberga una insuperable colección de piezas pertenecientes a las diferentes culturas mesoamericanas. Una escultura de 400 metros de largo, Muro de las calaveras, obra también de Felguérez, recorre su perímetro por la avenida de la Reforma. Es una recreación de un tzompantli azteca, evidente símbolo de la muerte.
Dentro y fuera, vida y muerte. Si el exterior impresiona, lo que se guarda en el interior, ordenado en diferentes salas, según las distintas culturas mesoamericanas, no tiene precio. En la del Poblamiento de América destacan las maquetas que muestran diversas actividades: la caza del mamut, el tallado de la piedra, la molienda del maíz… En la del Preclásico, el Acróbata, contorsionado, con los pies sobre la cabeza, hacia el 800 antes de Cristo, simboliza el círculo, la continuidad de la vida tras la muerte. De la misma época es la máscara de Tlatilco, terrorífica, hendida por la mitad: a un lado, medio rostro; al otro, media calavera.
En la sala de Teotihuacán la obsesión no varía. Una de sus piezas fundamentales es el Disco de la muerte. El sol, con la boca abierta, tiene hambre al amanecer y necesita ser alimentado con sangre y corazones para que el ciclo no se detenga, para que la vida pueda continuar en la tierra. La copia de la fachada del templo de Quetzalcoatl, policromada, surcada por serpientes, me hace pensar en la puerta babilónica de Ishtar, por lo aparatoso y monumental.
En la sala Mexica está la famosa Piedra del Sol, enorme y circular, tallada con crónicas de conquistas, con dioses aztecas agarrando del pelo a dioses conquistados, y que, contra lo que la gente suele creer, no contiene un calendario que cubra un año completo, sino un calendario místico de 260 días. Cerca, dos grandes esculturas, un jaguar y un águila, la Tierra y el Sol, la noche y el día, tienen en el centro un hueco para la sangre y los corazones. En Grecia importaba el hombre, y aquí importan los dioses… y alimentarlos.
Sigo viendo cerámicas, esculturas, jade, turquesa, ojos hechos con obsidiana y concha; dioses salvajes, a menudo de una belleza sobrecogedora, horripilante incluso; coyotes, tortugas, serpientes, cuchillos, calaveras, mantos de plumas, el busto de un hombre borracho de pulque, los dientes hechos con conchas blancas, los ojos con concha roja. Algunos colegiales corretean, tocan las piezas o se sientan en ellas. Los pocos vigilantes no se bastan para impedirlo, y esta y la escasez de letreros explicativos son la única pega de un museo fascinante. Me entretengo ante una maqueta con 300 figuras del mercado de Tlatelolco, que maravilló a Cortés por su diversidad y tamaño.
Salgo al jardín y me decepciona comprobar que la reproducción de los frescos de Bonampak, la culminación de la pintura maya, se esté restaurando. Me consuelo viendo la reconstrucción del Edificio 2 de Hochob, con sus serpientes entrelazadas y sus esculturas antropomórficas. Entro a la sala maya y bajo unas escaleras para ver la tumba de Pakal el Grande, con su extraordinaria máscara de jadeíta. Paseo entre códices, la escultura de una mujer embarazada, vasijas, un disco de piedra con un jugador del juego de pelota.
Salgo al patio para tomar un respiro. Aún queda mucho por ver: las salas de Oaxaca, de Occidente, del Norte…, y mucho por volver a ver. Leo el texto de una de las paredes del patio, unos versos traducidos del náhuatl, de los Cantos de Huexotzingo: “¿Solo así he de irme? ¿Como las flores que perecieron? ¿Nada quedará en mi nombre? ¿Nada de mi fama aquí en la Tierra? ¡Al menos flores, al menos cantos!”. Unos versos hermosísimos, un lamento que refleja una preocupación universal y que explica muy bien a qué responde todo lo que se exhibe en el museo, un canto a la vida, un grito de terror ante la muerte, un deseo de permanecer o, al menos, de dejar huella.
Inaugurado en 1964, el museo alberga una insuperable colección de piezas pertenecientes a las diferentes culturas mesoamericanas. Una escultura de 400 metros de largo, Muro de las calaveras, obra también de Felguérez, recorre su perímetro por la avenida de la Reforma. Es una recreación de un tzompantli azteca, evidente símbolo de la muerte.
Dentro y fuera, vida y muerte. Si el exterior impresiona, lo que se guarda en el interior, ordenado en diferentes salas, según las distintas culturas mesoamericanas, no tiene precio. En la del Poblamiento de América destacan las maquetas que muestran diversas actividades: la caza del mamut, el tallado de la piedra, la molienda del maíz… En la del Preclásico, el Acróbata, contorsionado, con los pies sobre la cabeza, hacia el 800 antes de Cristo, simboliza el círculo, la continuidad de la vida tras la muerte. De la misma época es la máscara de Tlatilco, terrorífica, hendida por la mitad: a un lado, medio rostro; al otro, media calavera.
En la sala de Teotihuacán la obsesión no varía. Una de sus piezas fundamentales es el Disco de la muerte. El sol, con la boca abierta, tiene hambre al amanecer y necesita ser alimentado con sangre y corazones para que el ciclo no se detenga, para que la vida pueda continuar en la tierra. La copia de la fachada del templo de Quetzalcoatl, policromada, surcada por serpientes, me hace pensar en la puerta babilónica de Ishtar, por lo aparatoso y monumental.
Sigo viendo cerámicas, esculturas, jade, turquesa, ojos hechos con obsidiana y concha; dioses salvajes, a menudo de una belleza sobrecogedora, horripilante incluso; coyotes, tortugas, serpientes, cuchillos, calaveras, mantos de plumas, el busto de un hombre borracho de pulque, los dientes hechos con conchas blancas, los ojos con concha roja. Algunos colegiales corretean, tocan las piezas o se sientan en ellas. Los pocos vigilantes no se bastan para impedirlo, y esta y la escasez de letreros explicativos son la única pega de un museo fascinante. Me entretengo ante una maqueta con 300 figuras del mercado de Tlatelolco, que maravilló a Cortés por su diversidad y tamaño.
Salgo al jardín y me decepciona comprobar que la reproducción de los frescos de Bonampak, la culminación de la pintura maya, se esté restaurando. Me consuelo viendo la reconstrucción del Edificio 2 de Hochob, con sus serpientes entrelazadas y sus esculturas antropomórficas. Entro a la sala maya y bajo unas escaleras para ver la tumba de Pakal el Grande, con su extraordinaria máscara de jadeíta. Paseo entre códices, la escultura de una mujer embarazada, vasijas, un disco de piedra con un jugador del juego de pelota.
Salgo al patio para tomar un respiro. Aún queda mucho por ver: las salas de Oaxaca, de Occidente, del Norte…, y mucho por volver a ver. Leo el texto de una de las paredes del patio, unos versos traducidos del náhuatl, de los Cantos de Huexotzingo: “¿Solo así he de irme? ¿Como las flores que perecieron? ¿Nada quedará en mi nombre? ¿Nada de mi fama aquí en la Tierra? ¡Al menos flores, al menos cantos!”. Unos versos hermosísimos, un lamento que refleja una preocupación universal y que explica muy bien a qué responde todo lo que se exhibe en el museo, un canto a la vida, un grito de terror ante la muerte, un deseo de permanecer o, al menos, de dejar huella.
3 comentarios:
Hermosísimo reportaje. Estremecedor y abrumador por todo el arte que contiene y por lo que representa.
Me reitero en la opinión de que serías un genial escritor de viajes.
Sí, muy buen artículo, Jesús. Escribe un libro de viajes, que me gustan mucho.
No tengo tiempo ... entre mis visitas a médicos, colocar cosas en mi nueva casa, mis estudios de Historia ... no tengo tiempo, a pesar de que no trabajo ya. Son cosas que escribí antes, antes de dejar de viajar temporalmente.
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