viernes, 11 de enero de 2008

La balada del Maigmó




Morir en la cumbre rocosa de una montaña, reino de las águilas, aguardando desnuda con los brazos abiertos el primer rayo de sol del amanecer, podría ser una hermosa manera de abandonar la vida. Si no fuera porque la muchacha que (al parecer y según las investigaciones realizadas) escogió tan insólita forma de morir sólo tenía 22 años.


En Japón miles de ancianos y ancianas, cuando ya no podían valerse por sí mismos y constituían una carga para la comunidad, eran trasladados a hombros por sus hijos hasta la cumbre áspera del monte Narayama y abandonados en un descarnado osario sobrevolado por buitres, para que el frío rematara el irreversible deterioro de sus cuerpos. Una película tan terrible como bella, "La balada del Narayama", nos mostró a los occidentales esa macabra tradición para nosotros incomprensible, nacida de la extrema pobreza de pueblos que no podían asumir más bocas que las de quienes trabajaban, y las de los niños que trabajarían en cuanto pudieran. También los ancianos pieles rojas de América del Norte se alejaban de la tribu para esperar la muerte a solas con su espíritu, encarados a la línea del horizonte por donde siempre se alza el sol. Pero en ambos casos los protagonistas eran viejos y estaban al final de sus vidas: no en plena juventud.


Al leer la noticia del descubrimiento del cadáver de María Dolores, la muchacha desaparecida en Agost el 25 de diciembre, supe que no podría dejar de escribir este artículo. Sentí sobre mi piel todo el helor de la madrugada que la mató de hipotermia en las alturas. Y se me heló la sangre pensando en su familia, que ya nunca podrá vivir una Navidad ni ver un amanecer sin que el alma se les descuaje. Y en su novio, que cada vez que salga al campo se estremecerá, recordando cómo ella le pedía que huyeran juntos a la montaña porque llegaba el fin del mundo y allí se salvarían.Quizá una de las cosas que más me ha impresionado de esta tremenda noticia haya sido esa Biblia, con pasajes subrayados en los que se encerraba un críptico mensaje. Un mensaje que para ella fue, en cierto modo, equiparable a los que reciben desde la primera infancia esos adolescentes que, convencidos de que irán derechos al Paraíso, se ciñen a la cintura una ristra de explosivos y se inmolan dejando un reguero de muerte. Está claro que un exceso de misticismo se convierte fácilmente en un arma letal. Y que los libros sagrados, llámense Biblia, Corán, Talmud o cualquiera de los que recogen las corrientes sectariorreligiosas de nuevo cuño, requieren una madurez equilibrada para poder interpretarlos sin peligro. Lo malo es que esperar de los jóvenes una madurez cuajada es un contrasentido.


Ya sé que mucha gente se ofenderá al leer lo que sigue, pero yo tengo que escribirlo. Porque la descripción de esos sangrantes pies descalzos de María Dolores me trajo de inmediato el recuerdo de los que, fruto de promesas religiosas, vemos cada año en la romería de la Santa Faz. Y el de Paz Vega flagelándose hasta la extenuación sanguinolenta en su papel de Santa Teresa de Jesús. Y el de "los picaos" y los penitentes de las procesiones de Semana Santa de tantos lugares de España. Y, sin salir de mi propia experiencia, el de los cilicios de púas de alambre que el cura de mi pueblo nos proporcionaba a los y las jóvenes, para que desgarrándonos los muslos y la cintura venciéramos la sucia tentación de la carne.


Lo siento, pero no puedo dejar de establecer una relación entre el florecimiento de una Iglesia católica cada día más áspera y temible en su claro retroceso a posturas y actitudes medievales, y el desasosegado desconcierto que en tantas mentes jóvenes y poco formadas puede producir esa regresión pseudomoralista que trata de reinstaurar la fe rígida, castrante y vengativa de la Inquisición fundamentada en las prohibiciones, la negación de los instintos naturales y, sobre todo, en el miedo al castigo. Para los fieles, digo, porque la jerarquía usa para consigo misma otra vara de medir.


Con María Dolores muerta lo que menos importa ya, supongo, es el resultado de los análisis del Instituto de Toxicología, o las diatribas sobre si su muerte encaja o no en el patrón de los suicidios inducidos por sectas. Lo único que importa es que ella con 22 años ha muerto en una cumbre solitaria, desamparada y yerta, abarcando con sus brazos extendidos el vacío cósmico de una inmensa sinrazón. Sólo ella sabe cuáles fueron sus pensamientos cuando, agonizando de frío, esperaba el milagro místico que la salvaría del cataclismo universal. Por eso yo tenía que escribir esta balada del Maigmó tristísima. Para su familia, su novio, sus amigos. Para que intenten recordarla alegre y viva. Para que no se culpen de lo que culpa no tienen. Para que, cuando el dolor apriete, piensen que María Dolores tal vez alcanzó a ver el primer rayo de oro del sol, y las alas desplegadas de un águila altiva que se posó junto a ella y le enseñó a volar. Y para que, desde donde esté, la alegre criatura que se nos ha ido tan a destiempo extienda piadosamente sus propias alas sobre los jóvenes que aún están aquí, y los proteja hasta que lleguen a viejos, sin permitir que ningún profeta apocalíptico les adelante la muerte.

(Ángeles Cáceres)

4 comentarios:

carolina dijo...

Es un texto muy hermoso y me alegro de que lo hayas publicado en el blog. Yo también desconozco cuáles pudieron ser las creencias o los pensamientos que llevaron a esa chica tan joven y llena de vida a abandonarse de esa manera a la muerte, pero lo que sí creo es que la religión bien entendida es algo que en todo caso nos puede y nos debe ayudar a vivir mejor, a consolarnos de las penas con la esperanza de trascender al mundo de alguna forma, nunca a negarlo ni a abandonarlo por las buenas. Cualquiera que predique esas dos opciones es ante todo una mente enferma y lo peor es el daño que puede hacer a quien sse crea esas imbecilidades.
Qué triste.

ana dijo...

Tengo poco que decir, estoy de acuerdo con todo lo que has escrito. Yo quisiera tener una religión que me diera respuestas a mis preguntas. Pero mi filosofía es que el bien o el mal, el cielo o infierno está en uno mismo.

Mari Pau dijo...

Está claro que su família y su novio no son culpables de su muerte pero si culpables de abandonarla a su suerte
por no haberla llevado a un psiquiatra, y lo digo como persona que ha necesitado su valiosa ayuda.

carolina dijo...

Ana, yo también fluctúo entre el escepticismo por el mensaje "revelado" de la mayoría de las religiones, incluyendo aquella en la que fui educada, y la necesidad de creer para sentirme menos inerme ante el tremendo vacío del universo. No me parece que se trate de saber si hay o no un dios, sino de tener un buen refugio al que acudir en caso de necesidad. Y, como ya he dicho, como mujer y como persona que siente que lo importante está en este mundo y no fuera de él, no termina de convencerme ninguna de las religiones que conozco.
Estoy de acuerdo contigo en esto: el bien y el mal están en nosotros. Puede que haya una entidad suprasensible que personifique cada uno de esos extremos, pero eso, en cierto modo, no nos atañe. Es decir, lo que debe centrar nuestra vida son NUESTROS actos de por sí y cómo influyen en las personas que nos rodean, no lo que esperemos al final del camino.
Aaaaamen.