viernes, 11 de abril de 2008

De la locura y la necedad I











Si hay un libro, al menos de entre los que yo conozco, cuya historia haya sido tan estrambótica como su trama, ese es “La conjura de los necios”. Fue escrito por un profesorzuelo sureño de una Universidad poco conocida llamado John Kennedy Toole, que a los 16 años ya había escrito una novela bastante estimable llamada “La Biblia de neón”. Pues bien, este don nadie cuyo manuscrito ningún editor se dignó estimar y mucho menos publicar, cayó en una profunda depresión (a la que tal vez no fue ajena su excluyente relación con su posesiva madre) que le llevó finalmente al suicidio, creyendo ser un absoluto fracasado. Su dominante madre, sin embargo, no cejó hasta que una desconocida editorial se decidió a publicarlo. Resultado: en 1981, unos veinte años después de que fue escrita y doce después de su suicidio, la novela que todo el mundo rechazó fue galardonada con el Premio Pulitzer, su autor, reconocido como uno de los clásicos contemporáneos y una estatua del inefable Ignatius F. Reilly, el personaje principal de “La conjura de los necios”, adorna una calle de Nueva Orleáns, la ciudad donde transcurre la acción. Y ese profesorzuelo, amigas y amigos, era un genio, un auténtico genio del esperpento quizá a la altura del propio Valle-Inclán, pues el desdichado y estrambótico periplo de Ignatius, su particular descenso a los infiernos, recuerda las andanzas de Max Estella, aunque la calidad humana de éste último es mucho mayor. Max es un héroe del arte, mientras que Ignatius es el espejo deformado en el que se mira, haciendo gestos de repugnancia, toda una sociedad. Como muchos genios, John Kennedy Toole padeció, primero la infancia solitaria que haría de él un bicho raro que al contacto con la literatura sería capaz de elaborar sus vivencias para producir un milagro en letra impresa que ha hecho reír y pensar a millones de personas y luego, una vez producido el milagro, la ceguera de sus contemporáneos. O tal vez no eran tan ciegos: tal vez vieron, pero no les gustó lo que se reflejaba en ese espejo convexo que es Ignatius.
Parece que la obra contiene algunas de las vivencias del propio autor. Si es así, sobre todo en lo referente a las ideas de Ignatius sobre el trabajo y su inadaptación a lo que la vida moderna exige para integrarse en la vida laboral, me recuerda mucho a otro genio prematuramente desaparecido y que logró transformar sus angustias personales, que no eran pocas, en textos que han hecho volar la imaginación de generaciones enteras, aunque en esta ocasión para estremecerse de terror: H. P. Lovecraft., el Solitario de Providence. Es curioso cómo a veces son los inadaptados los que crean las obras que trascienden su propio momento personal, pues no son apreciados en su época, pero luego alcanzan el reconocimiento.

1 comentario:

Conchi dijo...

"Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas", se lamentaba Max Estrella, el poeta ciego y acabado que protagoniza Luces de Bohemia a su fiel Don Latino.