viernes, 11 de abril de 2008

De la locura y la necedad II


Bueno, y ahora, la novela.
Señoras y señores: ese joven con un auténtico problema de sobrepeso, mostacho lleno de migas de las galletas que engulle sin parar, vestido con una gorra de cazador con orejeras, camisa y pantalones amplios, llenos de bolsas de aire y de mirada hostil y desdeñosa es Ignatius F. Reilly. Está plantado en medio de unos grandes almacenes en espera de su madre, una mujer vencida por la vida, alcoholizada y cuyo mayor deseo es deshacerse de la carga que para ella representa su hijo. Pues Ignatius es, a los ojos de nuestra sociedad, un inútil total, un gordo parásito incapaz de ejercer cualquier actividad productiva. No obstante, el asco y el desdén son mutuos: para Ignatius vivimos en un mundo abominable que ha perdido el auténtico referente moral, que es la mentalidad medieval, en la cual todo deseo de mejorar es abominable y el trabajo, un castigo de Dios. Todo lo que no sea la resignación ante la fatalidad, tal como la predicaba la monja Roswitha y el gran filósofo Boecio en su “De consolatione philosophiae” es, además de una pérdida de tiempo, un atentado contra los designios divinos. Así pues, Ignatius practica, de forma consciente, un estilo de vida absolutamente opuesto al modelo social imperante: frente a acción, contemplación (cuyos resultados refleja en unos cuadernos, como el psicópata de Seven), frente a trabajo, parasitismo (vive de su madre), frente a higiene, aseo personal mínimo, frente a vida saludable mediante la práctica de deportes, sedentarismo e ingesta masiva de alimentos-basura, frente a sensualidad, castidad (aunque no tiene particulares objeciones contra el onanismo, con lo cual las sábanas de su cama están sospechosamente amarillentas)
Mas el paraíso que se ha construido, el nicho cutre, desordenado y cálido como una madriguera en el que vive cómodamente refugiado del frenético mundo exterior, está a punto de desmoronarse, aunque él no lo sepa. Esa misma noche, cuando acompañe a su madre a un garito infecto de los que sólo pueden existir en Nueva Orleáns, propiedad de una auténtica administradora de carne humana, incluida la suya propia, llamada Lana Lee, se va a producir el cataclismo. Su madre va a coger una cogorza de impresión y cuando coja el coche y discuta con él va a provocar desperfectos por valor de mil dólares que no tiene y que no puede ganar. La única solución, pues, es que Ignatius haga lo que más odia hacer en este mundo, aparte de tener sexo con otra persona: trabajar.
Ahora bien, como buen seguidor de Roswitha y Boecio, a Ignatius no le queda otra que aceptar el fatal giro de la Fortuna y sumergirse en el atroz mundo laboral de hoy en día, donde peregrinará de trabajo en trabajo, descendiendo uno por uno los peldaños del escalafón profesional hasta caer en lo más bajo, precipitando con su forma de ser una cadena de acontecimientos que, de eslabón en eslabón, conducirán inexorablemente hasta la catástrofe, la catarsis y, eventualmente, la renovación, tanto propia como ajena.
En su via crucis, más ajeno que propio, pues Ignatius está blindado contra las adversidades gracias al excelente concepto que tiene de sí mismo y su holgazanería pondrá a prueba los nervios de los más aguerridos empleadores, conocerá a toda una galería de personajes que llegan a hacerle competencia en cuanto a excentricidad, patetismo y necedad. Desde la despiadada Lana Lee, cuyo eximio antro está en crisis y ha decidido darle un nuevo impulso explorando el mercado del pájaro (es decir, un número de strep-tease en el que un loro desnuda a una bailarina. Por cierto, el loro es el más talentoso de ambos) todo ello mientras se encarga de dirigir la distribución de fotos pornográficas suyas en los institutos de Nueva Orleáns, pasando por Dorian Greene, un líder de la comunidad homosexual de la ciudad, Burma Jones, un negro sarcástico e inteligente que, para vengarse de la explotación a la que le somete la vil Lana Lee (alias Scarla O’Horror para él) no se le ocurre mejor cosa que atraer a Ignatius allí la noche del estreno del famoso número del loro seductor, con las consecuencias que fácilmente pueden preverse, hasta el señor Levy, cuya fábrica de pantalones vaqueros era un desastre total antes de que Ignatius entrara a trabajar en ella como oficinista, entre otras cosas porque su padre le había provocado tal aversión hacia ella que apenas aparecía por allí. Pero llegó Ignatius y precipitó el cataclismo provocando una huelga de pega entre los trabajadores, enemistando a los mayoristas mediante cartas insultantes, haciendo que la señora Levy, enamorada de su tabla de masajes, limpiase su conciencia social llevándose a su casa a la vieja señora Trixie, una nonagenaria cuya jubilación había sido pospuesta una y otra vez por la propia señora Levy, cuyo curso de psicología por correspondencia le había enseñado que lo recomendable era mantenerla activa. Mas la señorita Trixie, que en la oficina no hacía más que llevarse bolsas y bolsas de retales de tela para coser, encontrará al fin el ansiado descanso cuando se produzca la conjunción de dos hechos fundamentales: la toma de conciencia del señor Levy respecto a sus responsabilidades y a la necedad de su mujer y la consecución del arma más letal para la anciana, o sea, una dentadura postiza con la que amenaza morder a todo aquel que se atreva a insinuar siquiera que debe volver al trabajo.
Todo ello sin olvidar a quien en realidad es el motor de las escasas y desastrosas acciones que Ignatius se atreve a emprender una vez lanzado al mundo como, en palabras de Burma Jones, una “bomba nucular”: la agitadora progre Myrna Minkoff, el alter ego femenino de Ignatius, quien también se propone cambiar el mundo, sólo que en dirección contraria a la que él propugna. Ignatius, celoso de los (¡ejem!) éxitos de Myrna en su lucha social, toma conciencia de que no debe quedarse atrás y es así como se reconcilia con la idea del trabajo, pues sus experiencias, convenientemente reflejadas en sus cuadernos, y las acciones subversivas que se decide a emprender (la huelga en la decadente fábrica de Levy’s) precipitarán sin duda el final del monstruoso sistema del que Ignatius abomina y harán que Myrna se retuerza de celos. No sucede así, desde luego, pero al final se produce el cambio y la simbiosis entre esos dos inadaptados tiene lugar después de la pequeña catástrofe que Ignatius ha provocado.
Esto es sólo un botón de muestra del mundo delirante creado por Toole, uno de esos genios incomprendidos que aparecen de vez en cuando y a los que, de vez en cuando, este mundo nuestro tan absurdo hace justicia. Siempre queda gente que reconoce el talento o tiene valor para reírse de sí misma y de lo que le rodea. Yo personalmente no tengo mucho valor para hacer eso, pero me encanta el ingenio. Y Toole tenía para dar y repartir. Qué lástima, John: nunca debiste hacerles caso.

1 comentario:

Conchi dijo...

Látima que a veces la genialidad no sea compatible con la cordura.

Muchas gracias por tu recomendación, Carolina. Lo tendré en cuenta. Preguntaré en la biblioteca a ver si lo tienen.